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domingo, 6 de diciembre de 2020

Para Carmiña, que nos enseñó a contar, Lara Hermoso

 

Para Carmiña, que nos enseñó a contar

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Carmen Martín Gaite, 1984. Fotografía: Quim Llenas / Getty.

Era la hija del notario de la plaza de los Bandos de Salamanca. Una cría morena y flacucha a la que en casa llamaban cariñosamente Carmiña. Su hermana mayor, Ana María, era la compañera infatigable de todos sus juegos y aventuras. De la mano atravesaron la adolescencia, vivida en la asfixiante España de la posguerra. Y juntas cumplieron el trámite que toda hija de familia bien debía pasar: el de la puesta de largo. Una accidentada puesta de largo. Ese momento entre cómico y tierno en el que a su hermana se le rompió el tacón y besó el suelo lo rescató la ya escritora Carmen Martín Gaite en la dedicatoria de su primera novela larga, Entre visillos:

Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano.

La mujer que acuñó la frase «mientras dure la vida, sigamos con el cuento» construyó el cuento de su propia biografía a través de las dedicatorias de sus libros. Sus poemas, novelas o ensayos constituyen una de las obras cumbres de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, pero fue en esas pequeñas píldoras al inicio de cada volumen donde enhebró los claroscuros de su existencia.

Carmiña escribió Entre visillos a escondidas de su marido para presentarlo al mismo premio que él había ganado dos años antes. Y aquella historia, en la que narra cómo es la vida de las chicas de provincias, se alzó con el Nadal en 1957. Su marido era Rafael Sánchez Ferlosio y lo había conocido una década atrás, cuando llegó a la capital con una licenciatura en Filosofía y Letras bajo el brazo dispuesta a hacer el doctorado. El reencuentro con un viejo amigo de sus tiempos en la Universidad de Salamanca, Ignacio Aldecoa, cambió su destino. Aldecoa introdujo a Carmiña en los círculos literarios de aquel Madrid gris. Le presentó a Medardo Fraile, Jesús Fernández Santos, Alfonso Sastre… y Sánchez Ferlosio. Un grupo de enfermos de la literatura más interesados por los cafés y las tertulias que por las aulas. Envenenaron a Martín Gaite, que abandonó todos sus planes académicos para volcar sus esfuerzos en la escritura: «Lo único que sé hacer en la vida», diría muchos años después en una entrevista.

Su obra literaria creció al compás de su propia familia. Se casó con Ferlosio el 14 de octubre de 1953 y un año después nació su primer hijo, Miguel. Un bebé que no llegó a cumplir los siete meses. La meningitis se lo arrebató de los brazos y fue la primera vez que Carmiña comprendió que en la vida la felicidad era algo efímero. Dos años después apareció otro relámpago de dicha con la llegada de su hija Marta, a la que bautizaron con el apelativo de la Torci. Convivían entonces la madre y esposa con la escritora. Había ganado el Nadal, el Premio Café Gijón, fue finalista del Biblioteca Breve, pero en las solapas de los libros seguía siendo la mujer de Rafael Sánchez Ferlosio. Ella, que escribía a mano y a la que le gustaba frecuentar bibliotecas, trabajaba en los ratos libres que le dejaban sus obligaciones familiares. «Cuando Marta se duerme a las ocho estoy tan agotada que no puedo leer ni escribir», anotó en uno de sus cuadernos.

Sánchez Ferlosio la había introducido en la cultura italiana, la ayudó a depurar su estilo, la volvió más exigente consigo misma. Era un genio que vivía de noche y dormía de día. Se enfrascaba en largas disertaciones, estudiaba la gramática de forma enfermiza. Y, aunque fue el gran amor de su vida, su excentricidad acabó con el matrimonio en 1970.  Martín Gaite jamás habló en público de aquella ruptura, pero tres años después apareció publicado Usos amorosos del XVIII en España. Y en la dedicatoria, Ferlosio:

Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora.

Tras la separación Carmen se volcó en la literatura. En los años siguientes fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa por El cuarto de atrás, presentó al fin el doctorado y comenzó a dar clase en Estados Unidos. Durante aquel periodo también estrechó lazos con su hija. Había sido ella quien en un cumpleaños le había regalado el primero de sus cuadernos de todo. Blocs en los que Calila —como la llamaba Marta— dibujaba, escribía ideas, anotaba documentación para futuros libros y en los que de vez en cuando aparece alguna referencia personal: «La Torci, después de irse Millás, estuvo hablando conmigo de sus sospechas detectivescas y del signo de Géminis hasta las siete de la mañana. Fue una noche en blanco, totalmente aprovechada y feliz». La Torci fue también la protagonista de la dedicatoria de Retahílas:

Para Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas.

Marta se hizo mayor y Calila le enseñó a ser libre. Estudió Filología Inglesa, tradujo varias novelas y se enroló en Nostromo, la aventura editorial montada por Diego Lara, Juan Antonio Molina Foix y Mauricio D’Ors donde ejercía de «secretaria-chica-para-todo», en palabras de su madre. La Torci también colaboró con sus padres en las correcciones de algunos libros mientras vivía inmersa en la vorágine de la movida madrileña. Aquel jolgorio permanente en el que la heroína era una invitada más en todas las fiestas. Una apisonadora que terminó arrollándola. Marta Sánchez Martín murió con veintinueve años víctima del sida. Aquel 8 de abril de 1985 la oscuridad invadió a Calila: se encerró en su casa de El Boalo, puso un cartel y no permitió entrar a nadie. Solo salió de allí para poner rumbo a América y volver a dar clases en Barnard College. Fue Nueva York la medicina con la que trató de cortar la hemorragia desatada tras la muerte de su hija. La literatura fue su refugio. Le concedieron —junto al poeta José Angel Valente— el Príncipe de Asturias de las Letras, pero en su pensamiento la protagonista de todos los cuentos seguía siendo otra princesa. En 1990 publicó Caperucita en Manhattan, un libro ilustrado:

Para Juan Carlos Eguillor, por la respiración boca a boca que nos insufló a Caperucita y a mí, perdidas en Manhattan, a finales de aquel verano horrible.

Caperucita es Sara Allen. Una niña de diez años residente en Brooklyn cuyo mayor deseo es sortear todos los obstáculos y llegar hasta Manhattan con una tarta de fresa para su abuela. Una historia de iniciación sobre los peligros a los que hay que hacer frente, la historia que Martín Gaite escribió para tratar de comprender a su hija. Allen es un trasunto de la propia Marta, el recuerdo de que a veces hay que pagar un precio muy alto por alcanzar la libertad. No es casual que Miss Lunatic le dé a Caperucita un papel con una cita del filósofo Pico della Mirandola: «No te hice ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que fueras libre y soberano artífice de ti mismo, de acuerdo con tu designio».  Un destino fatal que Calila nunca superó y que la empujó a convertir a su hija en la interlocutora de su obra. La dedicatoria de Nubosidad variable estremece:

Para el alma que ella dejó de guardia permanente, / como una lucecita encendida, / en mi casa, en mi mente, / y en el nombre por el que me llamaba.

Carmiña siguió dialogando con Marta a través de la ficción. Trató de zafarse de la tristeza inventando otras vidas. Las novelas Lo raro es vivir e Irse de casa le regalaron el reconocimiento del público. En la Feria del Libro se formaban largas colas para intentar conseguir una firma de la escritora bohemia, la que lucía llamativas boinas. Y entonces apareció el cáncer.

Carmen Martín Gaite murió en el 2000 abrazada al manuscrito de su última novela, la inconclusa Los parentescos. Concretamente a un capítulo titulado La raya invisible. Una raya que ella había cruzado quince años antes. Cuando falleció la Torci, le había dicho a su hermana Anita: «¿Te das cuenta de que nuestra vida se ha acabado?».