Recuerdos de Madrid de los años 1970 (I)
Por Ramón Palmeral
Dentro de dos años, y si Dios
quiere, cumpliremos mi mujer y yo las Bodas de Oro (50 años de matrimonio). El
lector de esta crónica se preguntará cómo se llega a los 50 años de matrimonio
con la misma. Pienso en nuestro caso que la regla es muy simple: «Estamos
enamorados» desde el primer día que nos vimos en Sevilla. Y no fue el embrujo
de la ciudad que, pudo ser, sino que creemos que fue el Gran Poder que nos
unió. No te puedes casar, en ningún caso por conveniencia sociales, ni por otro
sistema que no sea el amor. Y eso se puede encontrar o no. En el enamoramiento
no ves defectos en el otro, sino virtudes y te parece siempre estupenda.
Nos casamos en Sevilla, en septiembre de 1972
hicimos un corto viaje de luna de miel, como se llamaba antes, no fue a Cancún,
ni a Bora Bora, ni a Tailandia, como se suele hacer hoy día, sino a Madrid,
siete días porque no había para más. La capital del reino tenía un atractivo especial y además tenía el afortunado eslogan «De Madrid al
Cielo» todavía vivía Franco.
(Trenes de los años 70) |
En la conocida estación de Cádiz
de Sevilla montamos en el tren de Renfe dirección Madrid, era un lunes a eso de la 9 de la mañana. No sabíamos por
qué, pero el tren iba abarrotado de gente hasta en los pasillos, y sin asiento
fuimos en el pestante hasta Córdoba. El pestante en los vagones de ferrocarril estaba
situado en la zona que se une con otro vagón. Mi ya mujer se sentó encima de la
única maletas (sin ruedas que llevábamos). En aquellos años no se vendían
billetes numerados de vagón con asiento. A
partir de Córdoba nos pudimos sentar en un compartimento. Era un tren de
vagones interminable cada uno tenía diez
compartimentos, los cuales tenían dos asientos continuos uno frente al otro, y
una ventanilla. En la parte superior, sobre nuestras cabezas, se ponía el
equipaje. No tenían bar. Al pasar por La Mancha vimos kilómetros y kilómetros
de viñas: manantiales de placer. Recuerdo que la estación de Alcázar de San
Juan paró media hora y me dio tiempo a bajar para comprar unos bocadillos. El
bar de la estación era muy grande y estaba decorada con azulejos de escenas del
Quijote. En cada parada se subían
vendedores ofreciéndonos los productos locales, fruta, dulces, navajas,
Lotería, o lo que fuera, era un como
mercadillo ambulante en tránsito. Los revisores no le decían nada, de
vez en cuando pasaban picando billetes a los nuevos viajeros, y si no llevabas
billete, llamaba a la pareja de la Guardia Civil de escolta de trenes y te hacían
baja en la próxima parada.
Una mujer mayor decía sin parar: «
¿Dónde estás mis cojones, donde estás mis cojones…?» Y luego supimos que se
refería de los cojines que llevaba ella, pensando que alguien se los había
quitado. Nos reímos todo lo que pudimos,
éramos jóvenes, Como el tren paraba en
todas las estaciones llegamos casi de noche a la estación de Atocha, después de
casi 12 horas de viaje. Una vez bajados en el andén se nos acercó un hombre
alto y fuerte y nos preguntó si
buscábamos pensión. Le dijimos que sí, y sin más, el hombre nos cogió la maleta
a pulso, que pesaba como un muerto, y nos llevó, después de caminar por lo
menos un kilómetro hasta un hostal X, no muy lejos de un escalestrix, de los muchos
que en aquel tiempo había por todo Madrid. Por lo general, no se hacían
reservas de hoteles, porque no se conocían los teléfonos. Cada ciudad tenía su
propia guía telefónica, y para llamar a otra ciudad había que ir a Telefónica
para pedir una conferencia.
(En la explanada del Museo del Prado) |
Después de dejar el equipaje y asearnos, nos fuimos andando de noche por
Madrid, por el Paseo del Prado lleno de árboles hasta la Plaza de Neptuno, por
allí había un bar muy elegante y cenamos con dos raciones de lacón con unos vinos.
Después subimos por la Carrera de San Jerónimo pasamos por la puerta de un gran
edificio con dos leones de bronce y unas columnas, que no sabíamos lo que era.
Continuamos caminando hasta la Puerta del Sol que estaba casi solitaria con una
gran farola en el centro, en una esquina había una pastelería y nos comimos
unos dulces. Después callejeando llegamos a
Playa Mayor, y en el bar taberna de Luis Candelas tomamos unos vinos,
bajamos las escaleras, no sabíamos dónde estábamos porque era la primera vez
que habíamos ido a Madrid. Madrid de noche nos pareció tranquilo, seguro y
señorial por aquellos edificios con fachadas modernistas. Estábamos perdidos,
preguntado y callejeando. Tuvimos que buscar un taxi para lograr llegar al hostal X, a eso de las 2 de
la madrugada. Como no teníamos llave del portal tuvimos que llamar, con apuros,
a la señora para que nos abriera. Por aquellos años todavía había serenos
nocturnos, pero por Atocha no lo vimos.
Al día siguiente, martes, fuimos
a ver el Museo del Prado, cuando llegamos de buena mañana había solo una pareja
delante de nosotros, entramos en el museo gratis, y estábamos solos nos fuimos
directos a «Las Meninas» de Velázquez, la pudimos contemplar sin japoneses, sin
reyes y sin nadie. Todo Velázquez para nosotros solo, y sentado en los bancos.
Pero los cuadros que más me impresionaron fueron «La rendición de Breda» y «La
fragua de Vulcano», no me podía imaginar cómo unos dioses mitológicos estaban
desnudos en una fragua con la cantidad de chispas que sueltan los hierros candentes.
Luego los Goya, Madrazos, Zurbaranes y un Rembrandt. En el bar restaurante del
museo comimos unos bocatas. Mi mujer no paraba de sentarse y decirme
«cuándo salíamos» y llegó un momento que mi mujer me tuvo que sacar arrastrando. Salimos por la tarde, nos
habíamos dado una paliza como si fuera el último día de la creación.
Por hoy es suficiente, en el
próximo artículo más Madrid, de cuando estuvimos en el recién inaugurado Templo
de Debod, Casa de Campo, Cibeles, el
Escorial y Valle de los Caídos, etc.
Ramón Palmeral
Alicante, 26 de agosto de 2020