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jueves, 30 de enero de 2020

"Robinsón por Alicante", obra de Ramón Fernández Palmeral


                                                                 Libro de 100 páginas
Ramón Fernández Palmeral



Canto a Alicante (España). A 40 klm. de Benidorm. Tiene hermosas playas, una vida tranquila en una ciudad Mediterránea cosmopolita de unos 330.000. Ramón Fernández Palmeral (escritor y poeta) se ha enamorado de su ciudad y le escribe 50 cartas o reflexiones emocionantes. Ramón Palmeral reside en Alicante desde 1990. Son cartas de amor Alicante, su nueva tierra de adopción y, como resultado en el tiempo, porque el tiempo es un tirano y el mejor de los testigos nos asombran sus frases, su léxico y la forma de relatar. Su estilo y punto de vista alcanza cotas de lirismo elevado con una prosa dulce y poética. Un placer de lectura para lectores antentos. Palmeral ha ganado varios premios de poesía en Alicante. Considerado una persona afable y cercana en la cultura de la ciudad. Un libro de los considerado RARO. 
Libro con fotografías de Alicante
100 páginas
Recomendado para turistas


      Crónica  5.-     La Explanada de España

       «El corazón es un piano en mitad del pecho», asegura mi amigo Algazel, un filósofo ambulante del que desconozco su nombre, al que he bautizado así en honor al filósofo árabe medieval crítico de la metafísica aristotélica.
        Es asiduo de la biblioteca pública del Paseíto Ramiro, entre cuyas palmeras, antes de la remodelación, se erigía un pedestal sin busto de Rubén Darío, y cada día Algazel pasa por el arco detector de ladrones de libros, se sienta en aquellos «semibajos» asientos hojea/ojea todos los periódicos y se emborracha de noticias frescas y luego las medita, saca sus propias conclusiones, sus razonamientos y sus propios pareceres críticos.
         Tal vez mi amigo tertuliano tenga razón en que el corazón y el piano es la misma cosa, por eso, yo, cada mañana me echo el piano al hombro con alegría y salgo a tocar música a mi ciudad, a inventar la ciudad alicantina, calle a calle, plaza a plaza, edificio a edificio, a contar esquinas y las  palmeras que se han ido de visita a Elche. Me siento en una de las sillas plegables y coloreadas de la Explanada de España, sillas de arco iris pintadas y rescato las que faltan o se llevó la noche con su manita de estrellas, y la complacencia de la luz de la luna que raptó los ojos de las farolas, insomnes y pálidas, y allí toco mi piano mientras observo cómo los jardineros de las manos afiladas en la húmeda manguera riegan las onduladas olas pétreas, apaciguadas, lentas de solería del paseo hasta borrar la marea negra (chapapote) de la suciedad de los sonámbulos en el cubalibre derramado que rompieron sobre las teselas los vasos de cristal.
         Como un Robinson urbano, desertor de la cama usada, he madrugado, los coches han madrugado más que yo, la ciudad no duerme porque le sobra voluntad para sobrevivir y sobreponerse a la luz que, parsimoniosa, desviada furia de lo invisible, se apodera del amanecer sobre el mar harapiento de tornasoles matutinos, y no deja que la yema solar rompa el huevo del día. 
        Siempre empiezo el día por el emblemático paseo de mi amada Alicante, por la Explanada de España, al borde del ponto, sin esquinas, condecorado de olas y sillas de colores, y, alcanzado por esta soberbia luz levantina que te sana de los años acumulados en sexenios, y luego, borracho de verdes esmeraldas, bajo los abanicos de las orgullosas palmeras, tomo mi piano entre los brazos cual guitarra de niño de pecho, y espero a que la olas petrificadas de la solería se eleven como un sunami y lleguen a mi encuentro y me bañen los pies y la quilla de la música, porque soy nave anclada en el muelle imaginario de tu cuerpo y de tu espíritu que late a la sombra quieta de una ilusión perdida porque adoro esas palmeras «desenlace de surtidor hernandiano»,  como cañones de corsarios puestos en batería y en pie, apuntando al vetusto edifico del Hotel Palas  que recuerda una arquitectura ya arqueológica en la historia de la ciudad. 
      Las palmeras son un fuego lacio de ramas color vejiga y curvados que ocultan las ventanas con formas poliédricas de cristal. Algunas  arecáceas se balancean y se pliegan entre ellas, arriba, besan al sol sin odio, a toda risa sin prisa que la brisa les carcajea.
         He dejado el piano/nave de mi corazón navegar a la deriva en medio del puerto y me he puesto a improvisar sonetos viejos de catorce mástiles, canciones románticas que el añejo olor a rosas empalagosas, emboscada del amor, cerró heridas y restaño resentimientos. 
       Camino hasta el Ícaro que con su tabla de winsurf quiere salir del puerto sin mojarse. ¿Cómo está el agua?, le pregunto, y no sé por qué, él no me contesta. 
       Viejos domadores de años pasean sin destino fijo, perdidas las ambiciones y los proyectos arriesgados, empeñados en ahuyentar la artrosis,  fotógrafos del tiempo, y turistas, no japoneses, con las armas inteligentes de sus cámaras digitales atestiguan de que estoy vivo, que lo dudo, y toco una canción que acabo de componer: «Fugitivos rayos del terco sol levantino».    
         Cuando las musas, ya viejas profanadoras de la inspiración,  se han cansado de oírme aporrear las teclas de mi corazón/piano,  cometas de amor puro en arco de cuerdas románticas,  todos los rayos de sol como un arpa  se han confabulado en acordeones, se han sentido proclives a la mansedumbre de la tierra que amasan raíces y abrigo de soledades que nunca puedes quitarte de encima.  Los músicos han de partir hacia las sinfonías, este domingo sin honores, han cosido con imperdibles de acero niquelado las partituras sobre los atriles que vuelan notas en do, en sí, en fa... Luego pliego mi corazón de música y navego sin remos con cuidado de no salirme de las crestas de las altas olas/palmeras con música de acordeón, hacia las blancas horchaterías para hacerme la prueba del nueve en cordura y sin alcohol.
         Y cuando he dado un paseo completo al estadio de la Explanada,  termino cerca de la parada de blancos taxis con fondo a la fuente «artesanía del agua» cual enhiesto surtidor de sombra y sueño de Gerardo Diego, y el mástil con la adorada bandera roja y gualda, los tres soldados de bronce que custodian la Plaza Puerta del Mar.
      Mi corazón es un piano melódico y una bandera grande como una Explanada de España.