Rilke: la vocación del poeta-filósofo
Si echamos un vistazo a la época de oro
de la poesía en Grecia (Eurípides, Sófocles y Esquilo son sus máximos
exponentes), observamos una doble cara que, quizás sin saberlo, tendría
mucho que ver con el desarrollo vital de Rainer Maria Rilke. Aquellos
inmortales poetas cantaron sin duda el poder de los dioses, su forma de
gobernar a los humanos y la magnificencia con la que gestionaban su
propio destino. Pero por otro lado, no titubearon al denunciar las
terribles desgracias que sus juegos y veleidades provocaron a
innumerables seres humanos. En los entresijos de Las Euménides (obra
de Esquilo), encontramos por ejemplo esta interesante reflexión: «Pues,
¿qué les acaece a los mortales que no sea obra suya?; y de todo esto,
¿hay algo que no se haya cumplido por disposición de los dioses?».
Rilke nace en Praga en 1875 y desde muy
temprano siente una fuerte vocación literaria. Aunque en su juventud, y
en momentos posteriores de su vida, cultivó géneros como el teatro o el
ensayo, se vio empujado a ejercitar extensa y profundamente la poesía
por el talento que creía poseer, reconocido enseguida por amigos y
editores. Así lo expresa Antonio Pau en su titánica biografía de Rilke
(probablemente la más completa en español, publicada por Trotta):
nuestro protagonista «vivió para su obra. Son pocos los pasos que dio
que no se encaminaran al cumplimiento de lo que él sintió como una
ineludible vocación y un inaplazable deber».
Al igual que algunos personajes de las
obras de los aludidos poetas griegos, como en el caso de Sísifo, Rilke
agradece a los hados el don que le ha sido concedido (a través de una
tendencia espiritual-religiosa de gran calado), pero igualmente se sabe
víctima de una suerte de condena: el poeta (como cualquier artista), si
es que nace siéndolo, debe cumplir con su deber. Con el objetivo de
consumar su tarea, Rilke construye paulatinamente un universo íntimo que
le permite hacer oídos sordos frente a los que estiman su oficio vano,
prescindible. «En ningún lugar hay mundo más que dentro», asegura el
poeta; y Antonio Pau apostilla: «sólo cuando las cosas las hemos
transformado, dentro de nosotros, en invisibles, es cuando realmente
existen». A pesar de esta acusada disposición poética, Rainer Maria
también se vio desorientado en ocasiones, lo que expresó en diversos
poemas: «¿Puede decirme alguien adónde/ tiendo yo con mi vida?», se
preguntaba en Advent.
Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay solo un único medio. Entre en usted.
Este mundo interior que Rilke erige como
atalaya desde la que comunicarse con el mundo tiene mucho que ver con el
nomadismo al que estuvo sujeta su existencia, repleta de continuos
viajes que le llevaron por Alemania, Rusia, Italia, Francia, Suiza,
Egipto, Túnez e incluso España (guardaría gran recuerdo de Toledo,
Córdoba y de la serranía de Ronda, donde actualmente podemos encontrar
una estatua que representa al poeta). Como explica uno de los mayores
especialistas en la obra de Rilke, Jaime Ferreiro, «este hombre sin
patria oficial y sin hogar supo crearse una patria y un hogar en su
interior, y hacer del desamparo su máxima protección».
Aquel desamparo, como decimos, es vivido
por el poeta en su doble vertiente de bendición y castigo: «Debes con
dignidad soportar la vida,/ tan sólo lo mezquino la hace pequeña»,
escribía en «Canción regia». En esta misma línea, Rilke sentía con
especial profundidad la fugacidad de todo cuanto nos rodea (no sólo
materialmente: también los recuerdos, los sentimientos, etc.). Rainer
Maria pone en liza ya en su juventud los temas que madurará a lo largo
de su carrera literaria, muy en consonancia con los intereses
filosóficos contemporáneos del más precoz existencialismo, del
incipiente psicoanálisis que Freud comenzaba a promocionar, y del
vitalismo de Nietzsche: la aguda angustia y el afán por sobrevivir, el
ahínco por conducir cualquier realidad hasta nuestro interior (para
mejor despiezarla y transformarla), o la fijación por perpetuar lo
caduco, por hacer de lo evanescente y efímero algo eterno.
En una de las más de siete mil cartas que
se conservan de Rilke, dirigida en este caso a la pintora Sophy Giauque
en 1925, próximo a su muerte, observamos los rasgos propios de la
producción rilkeana: «¡Hasta qué punto están en migración todas las
cosas! ¡Cómo se refugian en nosotros, cómo desean, todas, ser salvadas
de su vida exterior y revivir en ese más allá que encerramos en nosotros
mismos, para hacerlas más profundas!». Más adelante, tajante, asegura
el poeta: «Somos pequeños cementerios, adornados por esas flores de
nuestros gestos fútiles, que contienen una multitud de cuerpos difuntos
que nos piden que demos testimonio de sus almas». El arte funciona, en
este sentido, como un instrumento que permite salvar los fenómenos. La
poesía, en concreto, transforma la realidad en versos cuya más noble
misión es recuperar los hechos del olvido. La carta finaliza de esta
manera: «tenemos encomendada la tarea de la transmutación, de la
resurrección, de la transfiguración de todas las cosas. Porque, ¿cómo
salvar lo visible, si no es transformándolo en el lenguaje de la
ausencia, de lo invisible?». El poeta debe objetivarse, convertirse en
sus propias palabras. En el Réquiem que compuso por el conde
Wolf von Kalckreuth (la muerte supone un tema central en la concepción
del mundo de Rilke), especificaba la función del poeta: «Como enfermos,/
llenan el lenguaje de lamentos,/ dicen dónde les duele, en vez/ de
transformarse, duros, en palabras,/ como el cantero de una catedral/ se
transforma en la calma de la piedra».
Fiel al destino que le había sido
encomendado, Rilke desarrolló desde su juventud el propósito de hacer
llegar la poesía a todas las capas sociales, lejos del elitismo
académico propio de su época, y nunca le tembló la mano al denunciar
esta circunstancia. Así, escribía en el primer número de una revista que
fundó en 1896 (bajo el título de Wegwarten o Achicorias):
«Publicáis vuestras obras en ediciones refinadas, facilitando que los
ricos compren. Pero no ayudáis a los pobres». En una expresión que
podría tener justa cabida en la actualidad, en este grave entorno de
crisis económica que hace que la cultura quede desterrada de los
intereses más perentorios de la sociedad, explicaba un indignado Rilke:
«Para los pobres todo es demasiado caro. Aunque se trata de sólo dos
céntimos, si tienen que elegir entre libro y pan, elegirán pan. Así que,
si queréis que vuestra obra llegue a todos, dadla sin más».
Como si de un oráculo délfico se tratara,
Rilke estima que debemos aceptar nuestro destino tal y como viene, sin
concesiones: «Sólo porque muchos no absorbieron sus destinos, mientras
estos vivían en ellos, y no los transformaron en sí mismos, fue por lo
que no reconocieron lo que salía de ellos mismos».
Tras una larga estancia en un sanatorio
suizo, Rainer Maria muere en 1926. Su tumba puede visitarse en el
cementerio de Raron. El epitafio, que él mismo redactó, reza: «Rosa, oh
contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/
párpados». Como escribiera en las Cartas a un joven poeta, en
1903, nada podría producir un destrozo más violento que mirar hacia
afuera cuando lo que se busca es lo más cierto, lo más verdadero en
absoluto, pues no se puede esperar una respuesta de fuera «a preguntas a
las que sólo puede contestar, acaso, el más íntimo sentir en su hora
más silenciosa». Quizás esta sea la mayor lección filosófica de la
poesía de Rilke: que la palabra, en su decir, desemboque en silencio.
Aunque la obra de Rilke sea eminentemente poética, podemos encontrar todo un compendio de sus ideas filosóficas en las Cartas a un joven poeta que
dirigió a un joven admirador que le pedía opinión sobre sus creaciones.
En estas misivas, convertidas en todo un himno del pensamiento
estético, Rilke aborda los asuntos que más le interesaron desde la firme
convicción de que «la vida tiene razón, en todos los casos». Además de
la muerte, el destino, la necesidad de soledad, el carácter fugaz de las
cosas y de la existencia, y del cometido poético de eternizar toda
realidad efímera a través del verso, la memoria y el recuerdo adquieren
un lugar especial en estas misivas: «No hay nada que no esté
comprendido, captado, experimentado y reconocido en el arcano tembloroso
del recuerdo –escribía Rilke–; ninguna experiencia ha sido demasiado
pequeña, y el más pequeño acontecer se despliega como un destino».
Cualquiera de nuestras acciones, de nuestras palabras y nuestros
pensamientos, quedan recogidos en un «tejido maravilloso y ancho»,
unidos por un fino e invisible hilo que da sentido a la vida, sea cual
sea su desarrollo. La existencia es perpetua pregunta, constante
cuestionamiento: «Y se trata de vivirlo todo. Viva usted ahora las preguntas. Quizá luego, poco a poco, sin darse cuenta, vivirá un día lejano entrando en la respuesta».
Aunque podría pensarse lo contrario, en los poemas que componen los Réquiems de
Rilke damos con auténticas exaltaciones de la vida y del arte como su
auténtico motor: «amar significa estar solo,/ y en su trabajo a veces
los artistas presienten/ que deben transformarse en lo que aman». El Libro de las horas, compuesto a su vez por tres libros escritos entre 1899 y 1903 (Libro de la Vida Monástica, Libro del Peregrinaje y Libro de la Pobreza y de la Muerte),
se corresponde con tres momentos distintos de la existencia de Rilke en
situaciones y contextos diferentes: «Amo de mi ser las cosas oscuras,/
en las cuales se ahondan mis sentidos;/ en ellas, tal como en añejas
cartas,/ hallé mi vida diaria ya vivida,/ superada, hecha lejana
leyenda».
El Libro de la imágenes aparece
por vez primera en 1902, dividido en dos partes bien diferenciadas que
hacen hincapié, de nuevo, en la necesidad de buscar las preguntas, y en
su caso, las respuestas, en la intimidad del poeta, sin posibilidad de
hallar consuelo en el exterior: «La muerte es grande./ Somos los suyos/
de riente boca./ Cuando nos creemos en el centro de la vida/ se atreve
ella a llorar/ en nuestro centro».
Las obras más conocidas de Rilke son las Elegías Duinesas (1913) y los Sonetos a Orfeo (1923), estos últimos redactados en Suiza. Después de la lenta y concienzuda composición de las Elegías (repletas de hondos lamentos y funestas quejas), los Sonetos supusieron
un respiro en la obra del poeta, pues fueron escritos bajo el amparo de
la inspiración más espontánea y en ellos Rilke adquiere un tono menos
oscuro, más vivaz, cercano a la celebración: tal es su dictado órfico.
Las grandes reflexiones, sin embargo, nunca abandonan la labor de Rilke:
«Espejos: no se ha dicho aún con certeza/ cuál sea vuestra esencia./
Como hechos de orificios de cedazo/ llenos estáis de intervalos de
tiempo».