Mendoza, el Cervantes de los prodigios
“La virtud y el defecto de mis libros es que son cómodos de leer”, dice el autor laureado
Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), el último premio Cervantes, ha vivido los últimos 50 años con la sensación de que las esperanzas puestas en él tras su primera novela “iban a quedar frustradas”. Así lo reconoció ayer en Londres, con el humor y la humildad que ha cultivado durante tanto tiempo, horas después de conocer que había sido distinguido con el galardón más importante de las letras hispanas. Un reconocimiento que, asegura, recibe “a modo de conclusión”. “Hoy, con este premio, puedo decir que las cosas han salido bien. No es que no vaya a hacer nada más, pero considero esto como un final de trayecto. Un final de trayecto feliz”, explica.
“Por su importancia, este premio cierra un ciclo”, destaca el autor. “He tenido mucha suerte siempre con los premios. Mi primera novela recibió el premio de la Crítica, con todo su aparato publicitario. De modo que mis principios fueron casi violentos: fui catapultado de la nada a ser muy conocido. Así que he vivido todo este tiempo pensando que esas esperanzas iban a quedar frustradas”.
Mendoza vive a caballo entre Londres y Barcelona. Ayer se encontraba paseando por la capital británica —“hace años compré un apartamento y siempre que puedo vengo con la intención frustrada de estar tranquilo”— cuando recibió la noticia. Una llamada desde un número oculto que resultó ser del ministro de Educación, Cultura y Deportes, Íñigo Méndez de Vigo. “Lo primero que he pensado es: ¡madre mía, qué apuro, y no está Carmen Balcells!”, señala, recordando a su añorada amiga y agente, fallecida hace poco más de un año. Entre llamadas y la organización del encuentro con periodistas en la nueva sede londinense del Instituto Cervantes, Mendoza no tuvo mucho tiempo para pensar. Pero reconoce que una ocasión así le lleva a uno a “hacer balance”.
Recordó, por ejemplo, aquellos primeros años que pasó en el swinging London de finales de los sesenta, en los que siendo un veinteañero quedó “atrapado de por vida en el feo vicio de la anglofilia”. En aquel Londres, al que Mendoza llegó de estudiante, descubrió que quería ser escritor. Y el filólogo Carlos Clavería, entonces al frente del Instituto de España, maestro con el que el joven Mendoza paseaba por Easton Square, le desanimó. “Me veía lleno de entusiasmo”, rememora. “Me dijo que tenía un camino muy largo por delante y me veía muy acelerado”.
El jurado del premio, que precisó cuatro votaciones para dar con el ganador por la cantidad y calidad de los candidatos, destacó “la estela de la tradición cervantina” en Mendoza y el autor, como no podía ser de otra forma, reconoce la deuda. “Cervantes ha tenido una enorme influencia en mí como escritor y como persona”, asegura. “Cuando leí el Quijote, en el Preuniversitario, me quedé inmediatamente abducido. Me di cuenta de que se puede escribir literatura sin perder la sonrisa, estando a gusto con las personas. Todos queríamos ser malditos, pero entonces comprendí que el escritor no tiene por qué ser alguien maldito o marginal. Lo que caracteriza a Cervantes es la sencillez, la elegancia y el buen rollo. Y si yo tuviera que elegir un lema, bien podría ser ese”.
El Cervantes a Eduardo Mendoza es un reconocimiento al humor en la literatura. “Hasta hace relativamente poco el humor ha estado mal valorado”, defiende el autor. “Siempre se ha pensado que para ser bueno tenía que ser dramático. Era inútil recordar que grandes obras como el Quijote, el Lazarillo y otras de Quevedo, Moratín y Dickens han sido escritura básicamente de humor. Pesaba mucho la tradición de la novela del siglo XIX, pero ahora se empieza a ver una revisión de esos criterios”.
Un poco desubicado en el mundo que le toca vivir, como algunos de sus célebres personajes, Mendoza dice vivir felizmente al margen de las redes sociales. Fueron los periodistas quienes le comunicaron que había llegado a ser trending topic en España, con la particularidad de que apenas suscitó críticas entre los internautas.
En un momento y un país en que cualquier acontecimiento divide al país, el Cervantes a Mendoza mereció ayer elogios casi unánimes. Pero su simpatía, defiende el autor, “no es deliberada”. “No he hecho nada especial para granjeármela”, reconoce. “La virtud y el defecto de los libros que escribo es que son cómodos de leer. A veces pienso que no tienen gran valor, pero luego creo que lo tienen y mucho. No por mérito mío, sino porque recibo muestras de simpatía y gratitud de los lectores a los que determinado libros míos les sirvieron de alivio o de consuelo, o simplemente les hicieron pasar un buen rato”.