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domingo, 20 de marzo de 2016

GLOSAS, APOSTILLAS Y COMENTARIOS A LA ILÍADA DE HOMERO. Metarrelatos. Por Famón Fernández Palmeral












            GLOSAS, APOSTILLAS Y COMENTARIOS A LA "ILÍADA" DE HOMERO

                                                     Por Ramón Fernández Palmeral



COMENTARIO DE PARIS Y HELENA

    ¿Quién puede dormir mientras arde Troya?  ¿Quién en su sano juicio de espanto y  espumas de olas húmedas que revuelven los remos al revés, y asaltan sus murallas puede dormir? Helena abandonó su patria y a su esposo Menelao (hermano de Agamenón rey de los aqueos), por el amor del troyano Paris, y provocó la guerra con Troya contra los aqueos que vinieron en agudas naves a rescatarla. No habíamos conseguido ahuyentar las imágenes de las noches de horror, mientras a través de la lejanía tu amor y el mío se fortalecían quizás al abandono, lo cierto tangible, de quien abandona su eje y sus vértices, cuales brazos vencidos, o no a tu amor Helena, mujer creada a semejanza de los dioses, hija de los dioses adúlteros, hija de un dios menor, hija de Marte, hija de los confines inconmovibles  pero un amor como el nuestro está destinado a prevalecer.   Quizás sea verdad que nada hay más fuerte que el amor, y tú Helena, sin gran violencia me seguiste por mares y tormentas.  Y tú lo sabes, como sabes que son ciertas las amenazas de los griegos que vienen con sus penetrantes naves  a rodear esta ciudad asediada, este espanto de murallas en furia de danzas que son  más que la fuerza del músculo que lo habita. Helena de cuyo nombre hace referencia a "luz que brilla en la oscuridad", mujer destacada entre las Afroditas. Helena se enamorase de Paris, y los amantes huyeron juntos de Esparta con un tesoro hurtado, mientras Menelao, su esposo,  se encontraba aún en Creta. Se unieron por vez primera en una isla de localización Cránae. El dios Hera les envió una tempestad hasta alcanzar las costas de Troya, cerca ya de Dardanelos como quien empuja a dos enamorados a una isla desierta, a una isla en guerra.

    Paris y Helena envueltos en el deseo carnal y la atracción más poderosa que las fuerzas gravitatorias, contemplados su propio placer y egocentrismo, bellos cuales poderosos Apolos y Afroditas, espejo uno del otro, en amor que pude traicionar la lealtad, provocó una guerra histórica entre aqueos y troyanos, que guardaban tras sí uno intereses económicos ocultos. Ellos cambiaron como el aleto de una mariposa el curso de la historia antigua y por ende el descarrilamiento sucesivo de otros hechos bélicos.   Toda estética es  estéril, toda belleza es estética que no se recubre de metafísica posible, cercana ya al mítico. La filosofía de la poesía épica, donde se narran las proezas y hazañas de un héroe ideal y a su vez engrandecer a una región. El amor y el deseo que le inspiraba quizás los más terribles instintos, pensó Paris en dejar las armas contra las murallas y tratar de negociar con Aquiles una rendición honrosa de Ilión, devolviendo a Helena y los tesoros:  "No, no iré a suplicarle; que sin tenerme consideración ni respeto, me matará inerme, como a una mujer”. Lucharé por ti Helena pues tengo las bendiciones de Zeus aunque el escudo de Aquiles brillaba  como el  sol naciente,  les cegó y le hizo retroceder. A veces, es mejor una retirada a tiempo y esperar a reorganizarte que a lanzarse a una victoria incierta por el simple prestigio del orgullo en juego que  agoniza. Helena y Paris se quedaron en la muralla altiva, recientemente reparada por uno de los torreones,  viendo cómo ardía Troya, la ciudad  Ilión. Mientras el rey Príamo, padre de Héctor y Paris, dudaba de la acción de sus hijos.

  






COMENTARIO DE AQUILES


       Secuestrada Criseida, hija del sacerdote Crises, por el rey de los aqueos Agamenón,  acude el sacerdote ante el héroe Aquiles, el de los pies ligero, el hombre invulnerable, salvo en su talón, a pesar de ello Agamenón  se niega a entregarle la esclava, y el pelida Aquiles (hijo de Peleo rey de los mirmidones) entra en cólera de tal magnitud que se enfurece  e ingresa en batalla contra los aqueos, favoreciendo, a su vez, a los teucros o troyanos. Saltando por encima de la muralla, por encima de los guerreros muertos, por encima  de los carros de combate, por encima de las columnas de sus templos, saltando sus capiteles dóricos, deshechas sus torres, reventado el brillo de los escudos enemigos, y si este alarde de fuerza, no era suficiente, y si esto no era grandeza con lo que se avecinaba; entró por los inconmensurables campos de batalla, y el cielo ensangrentado de los bosques heridos sobre el ocaso del Monte Olimpo, y a los ojos de Zeus, con los oráculos contarios, grandes y pequeños, sacerdotes sobornados en un buen augurio de Aquiles, el más veloz de todos los mortales, lanzó su venablo envenado contra el rey Téfelo, de cuyas herida no sanaba, hasta que un fuego con las astillas del propio venablo de Aquiles le sanó y se puso de su lado. Se regalaron mutuamente todas las esperanzas del sueño, del hermanamiento, de esa cornisa que peligrosamente se balancea sobre los yelmos fulgurante de los héroes.

       Ante una aplastante gravidez e igual­dad de los sentidos más agudizados, Aquiles no entró en batalla contra los troyanos hasta después de enterarse de la muerte de su amigo íntimo, intimísimo Patroclo a manos del Héctor –hijo del rey Prímao y hermano de Paris, el raptor de Helena–, el domador de caballos.  Cual si la sombra de las frondas de una  higuera cubriera su entendimiento, su mente, y su conocimiento cual si fuera una nube preñada de odio, humillado en su honor de guerrero temido y temible, apenas insensible, cuya misma intangibilidad no le podía retener, entró en batalla, esta vez, contra los troyanos. Vengó a Patroclo, lanceando a Héctor de muerte cuando éste iba  subido en su carro de combate tirado por dos caballos de crines blancas,  posteriormente, aunque el ensañamiento no era necesario,  Héctor fue  atado por los tobillos al carro de Aquiles, pero  en un acto de furia lo arrastró por los extramuros de Troya. El cadáver permaneció expuesto al despiadado sol y al olor de los buitres, hasta que su dolido padre, el rey Príamo, suplicó a Aquiles su devolución. Troya estaba sentenciada  a ser destruida, puesto que los lobos ya venteaban las presas de los futuros teucros muertos.  Con sus garras abiertas en jubilosa furia  y en los corazones picoteados de cuervos, grajos y grajillas, tras una procesión de mariposas también negras, las orillas de los ríos  se juntaron en el más terrible de los desconsuelos. ¿Qué volcanes de odio y muerte debían de abrirse todavía? ¿Qué nuevo monstruo de hijos de Marte eran necesarios? ¿No habitaban sino los flacos caballos del Apocalipsis? Hasta que una tarde  gris sobre las colinas con malezas y serrijones, una flecha envenenada lanzada desde la muralla alcanzó el blanco fácil del talón de Aquiles, y cuentas algunas crónicas que murió a causa del veneno, quizás de cobra, quizás de  cianuro, o quizás…, es mejor no saberlo.



      
    


COMENTARIO DE HÉCTOR


      Disipado por la luna yacía Héctor, el domador de caballos, en su alcoba antes de entrar en una batalla no deseada entre aqueos y troyanos, ahora el horror de la guerra se desplegado ante él,  refugiado en un sueño hundido en el más profundo paisaje de sí mismo, separado de las estrellas titilantes entre Júpiter y Marte, en el eje elíptico del espacio infinito. Su esposa Andrómaca  le despertó, había regresado a la realidad de las murallas y de la guerra de Troya, esa ciudad asediada, engañada, acometida por intereses bastardos. Héctor se levantó ese día muy de madrugada llamó a un esclavo para que le ayudara a ponerse las armaduras, Adrómaca lo detuvo: “No vayas esposo mío a la batalla pues los oráculos no te son favorables,  te lo pido por nuestro hijo, que no salgas”. Héctor sabía que Troya estaba condena a sucumbir, pero era mejor luchar y morir que ser esclavos en un país extranjero.  “Esposa mía no puedo renunciar, rehuir a un encuentro con Aquiles, después que él me ha retado tras la muerte de Patroclo, usando la armadura de  Aquiles”.  Uno de los esclavos estaba sacando brillo al yelmo de bronce de Héctor, brilla tal cual los propios rayos del amanecer, su hijo Astianacte  se asustó de tal brillo y lloró. Su familia tenía el rostro implorante de los que presagian el cansancio de unos pies después de la mordedura de un camino infinito, de un camino que carece de la urgencia del regreso y del abrazo, de un camino sin retorno.

       “Mi destino está en manos de Apolo y Zeus, será de mí lo que ellos hayan  decidido toda ola del mar vuelve a su lugar después de haber cumplido su misión de tamborear las playas o de romper las rocas”. Nada se percibirá cuando el fuego ascendente vuelva al lugar de las cenizas de donde salieron, la centinela aguardaba patrullando la muralla como si fueran lebreles al acecho de un guerrero dispuesto a luchar, aunque tuviera que seguir la misma senda del propio Patroclo y de otros héroes que se habían marchado por la laguna Estigia, esa  senda oscilante que te puede conducir al bestiario del Orco o por el contrario al propio Olimpo.  Dos alazanes inquietos golpeaban con sus pezuñas la arena donde iban a ser aparejados al carro Hitita, apenas el sol había hecho su presentación de rayos y  pulverizadas luces que se reflejaban ya tímidamente en la muralla de Troya, y acercándose a la barbacana  pé­trea de la ciudad, salió;  y salió a buscar la gloria, y salió a enfrentamiento con le pelida Aquiles, el de los pies ligeros.   Terrenalmente presen­tes, peregrinamente unidos los tres elementos: guerrero, caballos y máquinas de guerra, en una esfera perfecta y a la vez frágil de lucha, se iniciaron la primera escaramuza fallida de una toma de contacto. Los héroes se miraron a los ojos buscando quizás un eco de miradas, olfateando el invisible miedo de los odios retraídos. El alma humana es como una incitación al viaje  de ida y vuelta. Venía volando la lanza  de Aquiles hasta alcanzar el cuello de Héctor, que cayó muerto tras una hemorragia de sangre, se había cumplido la vengan de Patroclo, no satisfecho aún  Aquiles ató el tobillo de Héctor a su carro y lo arrastró vilmente por los extramuros, impropio de un héroe mirmidón, y en esta cobarde acción fue muy desagradable a los dioses que, impasibles,  sentenciaron en el Monte Olimpo el destino mortal de Aquiles, revelando a los troyano su debilidad del talón.




                          

COMENTARIO A ULISES Y PENÉLOPE

     Tras la guerra de Troya, Ulises (Odiseo en griego), navegó durante diez años por los mares del mar Egeo, hasta naufragar  en la isla de la ninfa Calipso. Mientras tanto Telémaco, el hijo de Ulises viajó por mares en busca de su padre sin hallarlo, dejando sola a su madre Penélope en el palacio de Ítaca acosada por los pretendientes que quería casarse con ella, y a la vez tomar posesión de su reino. Soplaban sobre el bosque de olivos y los viñedos un único hálito de la noche, se presagió por los dioses una salida apresurada a pesar de los cantos de sirenas impedían a los argonautas mover los remos. Sin embargo, como quien huye de sí mismo y de la desesperación de las obligaciones, se ató al mástil de la nave para soportar la atracción fatal de la ninfa Calipso.  Sobre los ondulados cerros de las olas cual manos húmedas mecidas en manos saladas, las cuadernas de cedro de la nave aguantaron el poder de los remos y consiguió salir del laberinto de olas y remolinos centrífugos hacia el fondo de los mares. Al fin, resistiendo el dulce abanico de las venosas voces y cantos llenos de almíbar y ambrosía, las velas convertidas en un ejército de alas de mariposas, Ulises y los argonautas emprendieron rumbo a la isla de Ítaca en el mar Jónico.  Las aventuras de la guerra son siempre arriesgadas acontecimientos con finales impredecibles, porque la voluntad de los dioses es tan razonablemente incomprensible como los intereses de los mercaderes que son quienes  mueven el mundo.

      La nave arribó en un pequeño puerto o bahía de las playas  al norte de Ítaca y Ulises desembarcó hecho un mendigo, mientras la luna bebía en la paz de la noche, saboreando mutuamente la oscuridad y atravesando el pulso de la sombra como esposo y es­posa unidos por la juventud de un deseo irrefrenable de amor  oscuro. Las ruinas de unos encinares  reflejaban el lomo de unos puercos que se revolcaban en el sudor de unos chacos.  Había que burlar la vigilancia de la costa por los guerreros, puesto que Ulises vestía como un mendigo y lo podían matar por ser un intruso espía. Eumeo, el cuidador de los puercos, fiel servidor de Ulises en los antiguos años de los fueros y de su poder, le dio cobijo junto a otro amigo,  Filetio, cuidador de bueyes. Pasado un tiempo razonablemente prudente, los tres se acercaron al palacio de Penélope  se iba a celebrar la prueba de tensar el arco de su marido ausente y dado ya por desaparecido en Troya. Quien pueda tensar el arco debía luego lanzar doce flechas meterlas por unos aros, y quien lo logara se casaría con Penélope y sería el rey Ítaca.  Ulises mendigo logró no solo tensar  el rígido arco que conocía a la perfección sino meter las flechas en los aros de doce hachas alineadas. Fue la  prueba para que Penélope y Telémaco reconocieran  a su esposo y padre. Luego vino la venganza de asesinar a los pretendientes que habían abusado de la hospitalidad de una mujer indefensa. Hay razones que el corazón no razona, y corazones abiertos que ofrecen profundas razones para comprenden lo incomprensibles, pues el valor de un hombre se conoce por sus acciones y no por sus palabras terrenales y a veces falaces, inextinguible al fuego, porque el amor cada día estrena rayos, cada día estrena amaneceres, cada día se presenta con nuevas esperanzas para logar esa unión que el destino de la guerra de Troya y otras guerras domésticas del amor que cada día se ofrecen, o se diluyen en una terquedad cercana al olvido. Un mundo lírico como si fuera un regreso al Parnaso, a los inframundo de la literatura y de la seudohistoria

                      (Ramón Fernández Palmeral, Alicante 12 de octubre de 2015 día del Pilar)