GLOSAS, APOSTILLAS Y COMENTARIOS A LA "ILÍADA" DE HOMERO
Por Ramón Fernández Palmeral
COMENTARIO DE PARIS Y HELENA
¿Quién puede dormir mientras arde Troya? ¿Quién en su sano juicio de espanto y espumas de olas húmedas que revuelven los
remos al revés, y asaltan sus murallas puede dormir? Helena abandonó su
patria y a su esposo Menelao (hermano de Agamenón rey de los aqueos), por el
amor del troyano Paris, y provocó la guerra con Troya contra los aqueos que
vinieron en agudas naves a rescatarla. No habíamos conseguido ahuyentar las imágenes de las noches de horror,
mientras a través de la lejanía tu amor y el mío se fortalecían quizás al abandono, lo cierto
tangible, de quien abandona su eje y sus vértices, cuales brazos vencidos, o no
a tu amor Helena, mujer creada a semejanza de los dioses, hija de los dioses
adúlteros, hija de un dios menor, hija de Marte, hija de los confines
inconmovibles pero un amor como el
nuestro está destinado a prevalecer. Quizás
sea verdad que nada hay más fuerte que el amor, y tú Helena, sin gran violencia
me seguiste por mares y tormentas. Y tú
lo sabes, como sabes que son ciertas las amenazas de los griegos que vienen con
sus penetrantes naves a rodear esta
ciudad asediada, este espanto de murallas en furia de danzas que son más que la fuerza del músculo que lo habita.
Helena de cuyo nombre hace referencia a "luz que brilla en la
oscuridad", mujer destacada entre las Afroditas. Helena se enamorase de
Paris, y los amantes huyeron juntos de Esparta con un tesoro hurtado, mientras
Menelao, su esposo, se encontraba aún en
Creta. Se unieron por vez primera en una isla de localización Cránae. El dios
Hera les envió una tempestad hasta alcanzar las costas de Troya, cerca ya de
Dardanelos como quien empuja a dos enamorados a una isla desierta, a una isla
en guerra.
Paris y Helena envueltos en el
deseo carnal y la atracción más poderosa que las fuerzas gravitatorias,
contemplados su propio placer y egocentrismo, bellos cuales poderosos Apolos y
Afroditas, espejo uno del otro, en amor que pude traicionar la lealtad, provocó
una guerra histórica entre aqueos y troyanos, que guardaban tras sí uno intereses
económicos ocultos. Ellos cambiaron como el aleto de una mariposa el curso de
la historia antigua y por ende el descarrilamiento sucesivo de otros hechos
bélicos. Toda
estética es estéril, toda belleza es
estética que no se recubre de metafísica posible, cercana ya al mítico. La filosofía de la poesía épica, donde se narran
las proezas y hazañas de un héroe ideal y a su vez engrandecer a una región. El amor y el deseo que le inspiraba quizás los más
terribles instintos, pensó Paris en dejar las armas contra las murallas y
tratar de negociar con Aquiles una rendición honrosa de Ilión, devolviendo a
Helena y los tesoros: "No, no iré a
suplicarle; que sin tenerme consideración ni respeto, me matará inerme, como a
una mujer”. Lucharé por ti Helena pues tengo las bendiciones de Zeus aunque el
escudo de Aquiles brillaba como el sol naciente, les cegó y le hizo retroceder. A veces, es
mejor una retirada a tiempo y esperar a reorganizarte que a lanzarse a una
victoria incierta por el simple prestigio del orgullo en juego que agoniza. Helena y Paris se quedaron en la
muralla altiva, recientemente reparada por uno de los torreones, viendo cómo ardía Troya, la ciudad Ilión. Mientras el rey Príamo, padre de Héctor
y Paris, dudaba de la acción de sus hijos.
COMENTARIO DE AQUILES
Secuestrada Criseida, hija del sacerdote Crises,
por el rey de los aqueos Agamenón, acude
el sacerdote ante el héroe Aquiles, el de los pies ligero, el hombre
invulnerable, salvo en su talón, a pesar de ello Agamenón se niega a entregarle la esclava, y el pelida
Aquiles (hijo de Peleo rey de los mirmidones) entra en cólera de tal magnitud
que se enfurece e ingresa en batalla
contra los aqueos, favoreciendo, a su vez, a los teucros o troyanos. Saltando
por encima de la muralla, por encima de los guerreros muertos, por encima de los carros de combate, por encima de las columnas
de sus templos, saltando sus capiteles dóricos, deshechas sus torres, reventado
el brillo de los escudos enemigos, y si este alarde de fuerza, no era
suficiente, y si esto no era grandeza con lo que se avecinaba; entró por los
inconmensurables campos de batalla, y el cielo ensangrentado de los bosques
heridos sobre el ocaso del Monte Olimpo, y a los ojos de Zeus, con los oráculos
contarios, grandes y pequeños, sacerdotes sobornados en un buen augurio de
Aquiles, el más veloz de todos los mortales, lanzó su venablo envenado contra
el rey Téfelo, de cuyas herida no sanaba, hasta que un fuego con las astillas
del propio venablo de Aquiles le sanó y se puso de su lado. Se regalaron mutuamente
todas las esperanzas del sueño, del hermanamiento, de esa cornisa que
peligrosamente se balancea sobre los yelmos fulgurante de los héroes.
Ante una aplastante gravidez e igualdad de los
sentidos más agudizados, Aquiles no entró en batalla contra los troyanos hasta
después de enterarse de la muerte de su amigo íntimo, intimísimo Patroclo a
manos del Héctor –hijo del rey Prímao y hermano de Paris, el raptor de Helena–,
el domador de caballos. Cual si la
sombra de las frondas de una higuera
cubriera su entendimiento, su mente, y su conocimiento cual si fuera una nube
preñada de odio, humillado en su honor de guerrero temido y temible, apenas
insensible, cuya misma intangibilidad no le podía retener, entró en batalla,
esta vez, contra los troyanos. Vengó a Patroclo, lanceando a Héctor de muerte cuando éste iba subido en su carro de combate tirado por dos
caballos de crines blancas, posteriormente, aunque el ensañamiento no era
necesario, Héctor fue atado por los tobillos al carro de Aquiles,
pero en un acto de furia lo arrastró por
los extramuros de Troya. El cadáver permaneció expuesto al despiadado sol y al
olor de los buitres, hasta que su dolido padre, el rey Príamo, suplicó a
Aquiles su devolución. Troya estaba sentenciada a ser destruida, puesto que los lobos ya venteaban
las presas de los futuros teucros muertos.
Con sus garras abiertas en jubilosa furia y en los corazones picoteados de cuervos,
grajos y grajillas, tras una procesión de mariposas también negras, las orillas
de los ríos se juntaron en el más
terrible de los desconsuelos. ¿Qué volcanes de odio y muerte debían de abrirse
todavía? ¿Qué nuevo monstruo de hijos de Marte eran necesarios? ¿No habitaban
sino los flacos caballos del Apocalipsis? Hasta que una tarde gris sobre las colinas con malezas y
serrijones, una flecha envenenada lanzada desde la muralla alcanzó el blanco
fácil del talón de Aquiles, y cuentas algunas crónicas que murió a causa del
veneno, quizás de cobra, quizás de
cianuro, o quizás…, es mejor no saberlo.
COMENTARIO DE HÉCTOR
Disipado por la luna yacía Héctor, el domador
de caballos, en su alcoba antes de entrar en una batalla no deseada entre
aqueos y troyanos, ahora el horror de la guerra se desplegado ante él, refugiado en un sueño hundido en el más
profundo paisaje de sí mismo, separado de las estrellas titilantes entre Júpiter
y Marte, en el eje elíptico del espacio infinito. Su esposa Andrómaca le despertó, había regresado a la realidad de
las murallas y de la guerra de Troya, esa ciudad asediada, engañada, acometida
por intereses bastardos. Héctor se levantó ese día muy de madrugada llamó a un
esclavo para que le ayudara a ponerse las armaduras, Adrómaca lo detuvo: “No
vayas esposo mío a la batalla pues los oráculos no te son favorables, te lo pido por nuestro hijo, que no salgas”.
Héctor sabía que Troya estaba condena a sucumbir, pero era mejor luchar y morir
que ser esclavos en un país extranjero. “Esposa mía no puedo renunciar, rehuir a un
encuentro con Aquiles, después que él me ha retado tras la muerte de Patroclo, usando
la armadura de Aquiles”. Uno de los esclavos estaba sacando brillo al
yelmo de bronce de Héctor, brilla tal cual los propios rayos del amanecer, su
hijo Astianacte se asustó de tal brillo
y lloró. Su familia tenía el rostro implorante de los que presagian el
cansancio de unos pies después de la mordedura de un camino infinito, de un
camino que carece de la urgencia del regreso y del abrazo, de un camino sin
retorno.
“Mi destino está en manos de Apolo y Zeus,
será de mí lo que ellos hayan decidido
toda ola del mar vuelve a su lugar después de haber cumplido su misión de
tamborear las playas o de romper las rocas”. Nada se percibirá cuando el fuego
ascendente vuelva al lugar de las cenizas de donde salieron, la centinela
aguardaba patrullando la muralla como si fueran lebreles al acecho de un
guerrero dispuesto a luchar, aunque tuviera que seguir la misma senda del
propio Patroclo y de otros héroes que se habían marchado por la laguna Estigia,
esa senda oscilante que te puede
conducir al bestiario del Orco o por el contrario al propio Olimpo. Dos alazanes inquietos golpeaban con sus
pezuñas la arena donde iban a ser aparejados al carro Hitita, apenas el sol había
hecho su presentación de rayos y pulverizadas
luces que se reflejaban ya tímidamente en la muralla de Troya, y acercándose a
la barbacana pétrea de la ciudad,
salió; y salió a buscar la gloria, y
salió a enfrentamiento con le pelida Aquiles, el de los pies ligeros. Terrenalmente
presentes, peregrinamente unidos los tres elementos: guerrero, caballos y
máquinas de guerra, en una esfera perfecta y a la vez frágil de lucha, se iniciaron
la primera escaramuza fallida de una toma de contacto. Los héroes se miraron a
los ojos buscando quizás un eco de miradas, olfateando el invisible miedo de
los odios retraídos. El alma humana es como una incitación al viaje de ida y vuelta. Venía volando la lanza de Aquiles hasta alcanzar el cuello de Héctor,
que cayó muerto tras una hemorragia de sangre, se había cumplido la vengan de
Patroclo, no satisfecho aún Aquiles ató
el tobillo de Héctor a su carro y lo arrastró vilmente por los extramuros, impropio
de un héroe mirmidón, y en esta cobarde acción fue muy desagradable a los dioses
que, impasibles, sentenciaron en el
Monte Olimpo el destino mortal de Aquiles, revelando a los troyano su debilidad
del talón.
COMENTARIO A ULISES Y PENÉLOPE
Tras la guerra de Troya, Ulises (Odiseo en
griego), navegó durante diez años por los mares del mar Egeo, hasta naufragar en la isla de la ninfa Calipso. Mientras tanto
Telémaco, el hijo de Ulises viajó por mares en busca de su padre sin hallarlo,
dejando sola a su madre Penélope en el palacio de Ítaca acosada por los
pretendientes que quería casarse con ella, y a la vez tomar posesión de su
reino. Soplaban sobre el bosque de olivos y los
viñedos un único hálito de la noche, se presagió por los dioses una salida
apresurada a pesar de los cantos de sirenas impedían a los argonautas mover los
remos. Sin embargo, como quien huye de sí mismo y de la desesperación de las
obligaciones, se ató al mástil de la nave para soportar la atracción fatal de
la ninfa Calipso. Sobre los ondulados
cerros de las olas cual manos húmedas mecidas en manos saladas, las cuadernas
de cedro de la nave aguantaron el poder de los remos y consiguió salir del
laberinto de olas y remolinos centrífugos hacia el fondo de los mares. Al fin,
resistiendo el dulce abanico de las venosas voces y cantos llenos de almíbar y
ambrosía, las velas convertidas en un ejército de alas de mariposas, Ulises y
los argonautas emprendieron rumbo a la isla de Ítaca en el mar Jónico. Las aventuras de la guerra son siempre
arriesgadas acontecimientos con finales impredecibles, porque la voluntad de
los dioses es tan razonablemente incomprensible como los intereses de los
mercaderes que son quienes mueven el
mundo.
La nave arribó en un pequeño
puerto o bahía de las playas al norte de
Ítaca y Ulises desembarcó hecho un mendigo, mientras la luna bebía en la paz de
la noche, saboreando mutuamente la oscuridad y atravesando el pulso de la
sombra como esposo y esposa unidos por la juventud de un deseo irrefrenable de
amor oscuro. Las ruinas de unos
encinares reflejaban el lomo de unos
puercos que se revolcaban en el sudor de unos chacos. Había que burlar la vigilancia de la costa
por los guerreros, puesto que Ulises vestía como un mendigo y lo podían matar
por ser un intruso espía. Eumeo, el cuidador de los puercos, fiel servidor de Ulises
en los antiguos años de los fueros y de su poder, le dio cobijo junto a otro
amigo, Filetio, cuidador de bueyes.
Pasado un tiempo razonablemente prudente, los tres se acercaron al palacio de
Penélope se iba a celebrar la prueba de
tensar el arco de su marido
ausente y dado ya por desaparecido en Troya. Quien pueda tensar el arco debía
luego lanzar doce flechas meterlas por unos aros, y quien lo logara se casaría
con Penélope y sería el rey Ítaca.
Ulises mendigo logró no solo tensar el rígido arco que conocía a la perfección
sino meter las flechas en los aros de doce hachas alineadas. Fue la prueba para que Penélope y Telémaco
reconocieran a su esposo y padre. Luego
vino la venganza de asesinar a los pretendientes que habían abusado de la
hospitalidad de una mujer indefensa. Hay razones que el corazón no razona, y
corazones abiertos que ofrecen profundas razones para comprenden lo
incomprensibles, pues el valor de un hombre se conoce por sus acciones y no por
sus palabras terrenales y a
veces falaces, inextinguible al fuego, porque el amor cada día estrena rayos,
cada día estrena amaneceres, cada día se presenta con nuevas esperanzas para
logar esa unión que el destino de la guerra de Troya y otras guerras domésticas
del amor que cada día se ofrecen, o se diluyen en una terquedad cercana al
olvido. Un mundo lírico como si fuera un regreso al Parnaso, a los inframundo
de la literatura y de la seudohistoria
(Ramón
Fernández Palmeral, Alicante 12 de octubre de 2015 día del Pilar)