Efraín Huerta
Efraín
Huerta fue un reconocido poeta mexicano nacido en Guanajuato el 18 de
junio de 1914 y fallecido en Ciudad de México el 20 de febrero de 1982.
En su juventud, comenzó a cursar la carrera de Derecho, la cual abandonó
al poco tiempo en pos del periodismo y la literatura. Como escritor,
siempre sobresalió por presentar un estilo opuesto a la norma. En "Absoluto amor",
su primer poemario, abordó los reveses sentimentales, temática que no
persistió en su obra posterior, donde se enfocó en la introspección y en
la realidad político-social. Esta evolución la debió a su paso por la
revista Taller, donde colaboró con Octavio Paz y Alberto Quintero
Álvarez, entre otros poetas. Casi una década más tarde de esta
experiencia, encabezó el movimiento neovanguardista conocido como cocodrilismo, razón por la que recibió el apodo de El gran Cocodrilo.
De los casi veinte libros que Efraín publicó a lo largo de sus cuatro décadas y media de producción literaria, encontramos los títulos "Línea del alba", "La rosa primitiva", "Elegía de la policía montada" y "Estampida de poemínimos". Su trabajo fue premiado por las Palmas Académicas, el Premio Xavier Villarrutia y el Nacional de Lingüística y Literatura, entre otros reconocimientos.
De los casi veinte libros que Efraín publicó a lo largo de sus cuatro décadas y media de producción literaria, encontramos los títulos "Línea del alba", "La rosa primitiva", "Elegía de la policía montada" y "Estampida de poemínimos". Su trabajo fue premiado por las Palmas Académicas, el Premio Xavier Villarrutia y el Nacional de Lingüística y Literatura, entre otros reconocimientos.
ESA SANGRE
No la veo, no me baña su doloroso color,
ni la oigo correr sobre las piedras,
ni mis manos la tocan,
ni mis cabellos se oscurecen,
ni siquiera mis huesos se ponen amarillos,
ni aún mi saliva es verde, amarga y pálida.
No la he visto. No. No la he sentido
en mi propia sangre revolotear
como pájaro perdido, llorando
o nada más en busca de descanso.
Es horrible que no llueva sangre española
sobre las ciudades de América,
como sangre de toros embistiendo
o lágrimas de águilas.
Pero sí, sí la veo, sí corre
por el cielo de mi ciudad,
sí la tocan mis manos,
sí mis cabellos oscurecen de miedo,
sí mi boca es una herida espantosa
y mis huesos roja pesadumbre.
La he visto, la he tocado
con mis propios asustadizos dedos,
y todavía estoy quejándome de pena,
de noche, de nostalgia.
Yo soy testigo de esa sangre.
Puedo decir que hablé con ella
como un árbol ensangrentado
con una casa deshabitada;
puedo decir a los incrédulos
que en su corriente iban,
secos, mudos ojos y ojos de jóvenes,
ojos y ojos de niños,
manos, manos de ancianos,
y vientres prodigiosos de muchachas,
y brazos prodigiosos de muchachos,
y mucho, muchísimo dolor,
y dientes españoles,
y sangre, siempre sangre,
Yo era. Yo era simplemente
antes de ver esa sangre.
Ahora soy, estoy, completo,
desamparado, ensordecido,
demasiado muerto para poder, después,
ver con serenidad ramos de rosas
y hablar de orquídeas.
Yo soy testigo de esa sangre,
de esas palomas, de esos geranios,
de esos ojos con sal,
de aquellos mustios vientres
y sexos apagados.
Yo soy, testigo muerto, testigo de la sangre
derramada en España,
reverdecida en México
y viva en mi dolor.