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jueves, 19 de junio de 2014

Los poetas del rey Felipe VI, por Angel Luis Prieto de Paula

Los poetas del Rey

Felipe VI mencionó en su discurso a cuatro literatos vinculados a la memoria republicana



Según daba a entender socarronamente Juan de Mairena, heterónimo y álter ego literario de Antonio Machado, las afirmaciones de un discurso de la Corona se caracterizan por su evidencia bienintencionada; o, si se quiere, por su previsibilidad. Todo lo que se dice en tales discursos o es obvio (la obviedad los protege contra la disensión: lo evidente no se discute) o aparece como si lo fuera, cargado de una poderosa gravidez simbólica. El discurso de Felipe VI ante las Cortes Generales ha citado a cuatro poetas que forman una encrucijada, en cuanto que su sentido central y compartido es el núcleo de ese encuentro. ¿Qué tienen en común Antonio Machado, Salvador Espriu, Gabriel Aresti y Rodríguez Castelao? Más precisamente: ¿qué comparten estos cuatro escritores que los singulariza respecto a la historia cultural más oficial o epidérmica?
Es notorio que todos ellos pertenecen a la otra España, o a la España otra, porque la España una se había apoderado del solar común. Los trae a colación un rey, aunque (o porque) están vinculados a una memoria republicana. Algunos, como Castelao, incluso tuvieron parte activa en la gobernación de la República o de lo que quedó de ella (antes y después de 1939). Si bien no coetáneos en sentido riguroso, sí son contemporáneos. Antonio Machado, el mayor de todos, nació en 1875, con la Restauración borbónica, y murió en 1939 en Collioure, pueblecito de la frontera francesa donde los desengaños, la enfermedad y una precoz vejez lo hicieron encallar cuando salía hacia un exilio que se convertiría en punto de término. Gabriel Aresti, el más joven, nació en 1933 en Bilbao, y fue uno de esos niños de la guerra cuya batalla más importante la constituyó no un hecho de armas, sino lo que vino después: la “longa noite de pedra” de la posguerra, por decirlo con palabras de Celso Emilio Ferreiro.

Aresti murió joven, diez años antes que Salvador Espriu, y aunque por su edad no tuvo que vivir las mismas desventuras que sus compañeros de cita (Machado y Castelao murieron en el destierro, el catalán Espriu vivió y murió en una suerte de exilio interior, haciendo patria dentro de la patria), a él le tocó, como a Espriu y a Castelao, levantar una obra personal, testimonio de un alma, en una lengua más prohibida que preterida. En esa encrucijada a la que me he referido se cortan los idiomas de la vieja casa ibérica; pero también la continuidad de unas culturas territoriales que tantas veces han vivido de espaldas y que, en la obra de escritores como los referidos, forman una trenza de influencias y enriquecimientos recíprocos.
A Castelao, como a Vicente Risco y los escritores del grupo Nós, se le debe la conformación de un galleguismo cultural que había tenido una dilatada presencia en el mundo hispánico antes del exilio de 1939. Téngase en cuenta que Buenos Aires, por ejemplo, era en los años veinte una ciudad tan gallega en términos cuantitativos como Orense, además de ser “a cidade máis ecuménicamente culta de fala castelán”, en palabras de Eduardo Blanco-Amor, uno de los discípulos de Risco. Pero fue en la posguerra donde sostuvo el pulso de una cultura bajo mínimos, con obras que trascienden su propia entidad literaria, como Sempre en Galiza. La Galicia que Castelao erige desde Nueva York o desde Buenos Aires no tiene mucho que ver con la Castilla que el sevillano Machado erigió desde Soria, Baeza o Madrid; pero una y otra coinciden en el hecho de ser una proyección, a horcajadas entre el panegírico y la elegía, de los afanes y de las heridas de sus creadores.

Gabriel Aresti articula, por su parte, un universo simbólico de la cultura vasca, en tiempos en que los estertores existenciales y los afanes socialrealistas asfixiaron a muchos versificadores, convertidos en emisores de ripios dogmáticos tan sobrados de doctrina como faltos de verdadera poesía. Pero no todos eran como el “hombre al uso que sabe su doctrina” (A. Machado), pues hubo poetas de verdad, como los bilbaínos Blas de Otero y Aresti, que escribieran sendas epopeyas interiores, o cantos líricos de entonación coral, en que lo personal no se opone a lo colectivo, sino que lo ejemplifica y concreta. Otero lo hizo en castellano: así se titula uno de sus libros inicialmente publicado en francés (bajo el rótulo de Parler clair; la censura no consentía que se hablara “en castellano”); Aresti lo hizo en el vasco que aprendió para reconocerse. Aresti, además, es un poeta que, como el Miguel Hernández de los mazos, hoces, martillos o herrerías, compone un imaginario de un impresionante poderío sígnico (que los socialrealistas aprendieron en el cubofuturismo de la revolución soviética).

Frente a ellos, pero también junto a ellos, el catalán (de Santa Coloma de Farners) Salvador Espriu es el más hermético, el más enjuto y recortado de todos; pero su precisión denotativa y su capacidad de irradiación simbólica hacen de él un poeta mitógeno, de esos poetas mayores que generan historias que, como las bíblicas o las de la mitología cretense, parecen haber existido desde siempre y pueden radicarse en todos los lugares: la historia de la torturada Sefarad, madrastra y madre al mismo tiempo; la de la piel de toro (La pell de brau).

Puede, en fin, que los escritores del nuevo Rey no sean exactamente escritores obvios, como parece requerirlo un discurso de la Corona y sobreentenderlo Juan de Mairena; pero están, en su presentación conjunta, cargados de sentido. Quien los ha citado no pretende despojarlos del significado que tuvo su protesta, su desolación, su furia o su melancolía; pero sí quiere, o eso he entendido yo, incorporarlos a una España que no puede renunciar a ellos.

Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de literatura de la Universidad de Alicante