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miércoles, 15 de febrero de 2012

"Los jardines del pintor". Por Ana Maria Manceda


Parecía que desde la eternidad había estado sentado en ese sillón de inválido, un útero-sillón, del paraíso del vientre maternal a la vejez rígida que sostenía el metal doblado. Sólo sus ojos saltones vagabundean a través del ventanal desde lo alto del castillo, recorriendo los jardines y más allá los bosques.
Ahí estaba ella; su amor, su vida, correteando por el césped, a veces parecía un hada, otras una ninfa, era “ La Primavera” de Boticelli acompañada por un cortejo de jóvenes enamorados. La poseían sobre las pastos y sobre los tiernos tréboles de primavera. Él miraba la escena gozando, llegando junto a ella en el momento preciso del paroxismo. Todo la escena era una ofrenda para el señor que estaba pétreo en lo alto del castillo.
Por momentos no sabía si las escenas ya habían ocurrido o si estaban ocurriendo ¡Qué importaba! Lo real eran su amor y sus cuadros, sus cuadros que todo lo penetraban .Sus actitudes soberbias fueron impulsadas por los genios que le dieron el don de inmortalizar la ciencia en los colores. Hasta quiso detener el tiempo, así como así, con sus mágicas pinceladas;Los relojes blandos, entregados a la relatividad del tiempo y el espacio, como su vida, luego Gala en infinitas posturas, de infinitos momentos por él buscados, por él amados. Cada partícula de su piel, cada poema de su tiempo impregnados en su mirada y en su ser.
Nunca pudo detectar la vejez, esa cruel ave que anida al acecho en las cavernas del final. Sus bigotes son las antenas que quisieron contactar el cielo, y él lo había logrado. Con su pincel eternizó a lo que más amaba, y allí estaba, siempre joven. Era el símbolo de su destino de figuras y colores, jamás aceptaría que Gala no existiera, jamás. Aún en ese instante infinito en el cual, sabía, que se estaba muriendo.***