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lunes, 18 de julio de 2011

El tedio de un domingo de verano (relato)

Por Ramón Fernández Palmeral

Título: El tedio de un domingo de verano.

Género: corto de humor.


"¡Coño dejarme tranquila!" era una de las frases favoritas de mi abuela, por parte de madre. Pasaba de los ochenta pero aún fumaba, tomaba té, y de vez en cuando alguna mistela de Málaga, su tierra de nacimiento. Vivía con nosotros, mejor sería decir, que vivimos con ella, pues en realidad ella era la propietaria del palacete donde vivíamos en Madrid. Estaba cansada de que nadie le prestara atención, de que fuera una reliquia más de los recuerdos del palacete. Se había puesto muy quisquillosa y su afán era vivir su vida y que le dejaran tranquila ¡coño!, de una puta vez. Aseguraba que tenía un admirador que quería casarse con ella. Esto nos ponía de los nervios.

Aquella mañana de domingo quería que me prestara atención y como no lo conseguía, le dije su frase mágica abuela quieres cien pesetas. Al instante la abuela dobló el cuello de ave rapaz cubierto de encajes. ¿Qué, qué..?, su avaricia le despertó por primera vez de su letargo en muchos años y abrió uno de sus ojos de gavilán atento. ¿Que si quieres un té, abuela? Con desilusión de hipopótamo me negó. No, que tu siempre me lo envenenas.

Pero no le hice caso, tenía la obseción de que la queríamos envenenar. Bajé a la cocina, era uno de esos domingos tediosos en los que mi familia hibernaba hasta las once o las doce de la mañana y el servicio libraba, después se ducharían, se vestirían de M-30 y se pondrían frente a la catedral de la Almudena a misa de 13 porque no había de 14 horas desde el Concilio de Trento. Después de calentar el agua metí en la marmita el escapulario de té, cuando el agua estaba para meter el dedo de firmar se fue el gas, y cambié la bombona un par de veces para hacer un poco de aductores de espalda, y ahorrarme una sesión de gimnasia, apunté en el diario de cocina que había cambiado la bombona y así me ahorraba un día de bajar la basura, porque todo esfuerzo en casa estaba sopesado y controlado. Preparé dos té, el de mi abuela y el mío, me lo iba a tomar con un poco de leche condensada, puse su platito y una cuchara y empecé a hacer vapores encima del té y así reblandecer un grano, obra de un mosquito aviador nocturno equipado con ametralladora.

Luego preparé una bandeja y le subí el té a la abuela, tentando con los pies enfundados en babuchas los escalones alfombrados de la escalera con pendiente que siempre me cansó como un Pirineos, sobre todo un domingo en el que todo ruido estaba condenado al pago de bulas y cada esfuerzo debía ser objeto de anotación para ser recompensado. En la habitación corrí las cortinas con sus aros de bronce que sonaron como un acorde de aviso conocido, la diana matinal estaba prohibida hasta después de las doce. La blancura de la cara de mi abuela se difuminó en la luz y era un mancha de polvo de marfil sobre la almohada. El día se había encharcado en limón con té, se murieron mis ojos ante la invasión de la luz. Cuando mi abuela se fue al té, sin tostadas, sin mantequilla, sin zumo, sin una flor, como ella estaba acostumbrada a ver cada mañana con la sirviera Matilde Altoplano, lo enfrió con la mirada y se levantó por primera vez en siglos, se quitó el camión blanco de fantasma hizo sus maletas y se marchó de casa para siempre.

El gato Mustafá, silencioso como un tímido sin corbata, pasó indiferente como si aquello no fuera con él, se rascó el lomo por la pata de la cama, como pensando en la inutilidad de joven como yo.

Los geranios del balcón se me pusieron respondones culpándome de la falta de riego.

El domingo servían paella, papá, después de misa, se metía en traje de luces de cocinero, después de que nos la comiéramos nos interrogaría varias veces sobre el punto divino del arroz, de la añora, del punto de retén, del toque maestro, de las clases que recibió de su amigo alicantino cuando hizo la mili en el fortín de Los Llanos en Albacete. Estaba buena, pero quería elogios a cambio de su arte culinario, y lo peor que nos sabía de la paella eran los interrogatorios sobre la misma. Cuando fui a contarle lo de la abuela, me mandó a buscar pimientos y hacer de pinche.

Mamá empleaba la tarde del domingo en levantarse, luego escribía unas páginas en su diario secreto, y una novela interminable como uso de su vida, nunca acabaría, si escribía cuatro páginas rompía luego tres o cinco, siempre con la misma novela, cuyo argumento nos sabíamos todos de memoria, el protagonista Emilio tenía un velero, y la chica se llamaba Ana y estaba loca por él, una novela de amor, cuyo título nunca acabó de decidir, una veces se llamaba "La pasión Mediterránea", otras, "El amor brujo de Ana", pero siempre era la misma. Mamá se desahoga con la novela, en ella ahoga sus frustraciones de ama de casa o licenciada en el hogar, al casarse con papá dejó una beca para estudiar en Virginia. Por la noche tocará lectura en familia de las páginas escritas, y a opinar. Cuando fui a decirle lo de su madre, me mandó a los infiernos de Dante.

A mi hermana Mari Carmen se le rompió una uña y se marchó a urgencias con el novio, un desconocido que quiere ganarse la confianza de ella y de los demás con sus sonrisas de macho de anuncio de tabaco rubio, un cara que desayuna, come y cena en casa, eterno estudiante que nadie sabe cuantas carreras acarrea o asignaturas arrastra. No me dio tiempo a contarle la fuga precipitada de la abuela.

El abuelo, general retirado de Infantería, se metió dentro del ABC que había comprado casi de noche al amanecer porque dormía poco, cuando quise contarle lo de la abuela se refugió de nuevo en su tanque de hojas, lechuga de papel con grapa, sin dejar de leer con los Wolman puestos, me ignoró como siempre en un desprecio de inutilidad. Para él todo joven objetor de conciencia era un traidor a la patria y un inepto bribón.

Mi ocasión fue la hora de la cena, y cuando dije: la abuela se ha fugado, ni caso, ni me atendieron, entonces dice sin tapujos: la abuela se ha quedado embarazada, todos me miraron con un queeeeeeeeeeeeeé... largo, muy largo, agónico, y sin soltar la cuchara subieron armados hasta la habitación. A los dos minutos bajaron. ¿dónde está la abuelo? Yo no entiendo a esta mi familia. Pero si es que os lo llevo diciendo todo el día. Estáis en vuestro mundo y no os interesa lo demás. Que la abuela hizo su maleta de ruedas y se largó en un taxi, ahora tenemos fuga y tocada de Lolita.

Mi abuela conservaba el título de adelantada o duquesa de Frigiliana, un pueblo colgado en la cornisa de la Sierra de Almijara en Málaga, título nobiliario otorgado desde los Reyes Católicos, de la herencia solo nos quedaba el título debidamente timbrado y el escudo borroso de armas, la abuela así no hubiera sido tan buena y hubiera metido la mano donde no debiera seríamos ricos de verdad...


(Continuará...) 1992

Este relato nada tiene que ver con la vida real de Cayetana (La duquesa de Alba) ni con don Alfonso su ya esposo y consejero. Toda coincidencia es pura casuadliad. El relato se escribió en 1992.
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Una novela inédita de este autor: EL CAZADOR DEL ARCO IRIS
Narrativa situada en la aldea de la cebuchal, en el siglo XIX, y Sierra de Almijara (Málaga). Aunque es narrativa, forma parte de la historia de Málaga.