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sábado, 19 de marzo de 2011
Gabriel Miró en el puerto de Alicante
El autor alicantino Gabriel Miró escribe novelas líricas. Obras más atentas a la expresión de sentimientos y sensaciones, a describir el paisaje que a contar sucesos, en las que predominan, podemos destacar la riqueza plástica, el uso de sinestesias e imágenes, adjetivación sorprendente, humanización de los objetos, movimiento de lo inanimados, colores, olores, léxico riquísimo con uso de arcaísmo y valencianismos. Y cómo nos muestra las imágnes de las cosas desde una perspectiva poética "la hélice dormida, el timón, tan enorme, dulcemente doblado..." Leamos un fragmento de:
LIBRO DE SIGÜENZA
Editorial Losada. Buenos Aires, 1917
UNA MAÑANA
Salió Sigüenza por la orilla de los muelles [Puerto de Alicante].
Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol infinitamente roto Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.
Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.
Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado suelo alicantino.
Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida, como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.
De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro, ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.
Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.
Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de color quebrada de enfermo del hiladora sus manos, cuajadas de sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza también, con orgullo y desconfianza.
Una mocita flaca, alta, casi rapada, como una esclava, le llenaba, de tiempo en tiempo, un vaso de leche Bebía vorazmente el fenicio, y sus labios fragosos quedaban blancos de espuma como una peña de playa, y después se los iba lavando con su ancha lengua.
... Dentro de las claras aguas se veía todo el barco: la hélice dormida, el timón, tan enorme, dulcemente doblado . el barco negro, viejo, gordo participaba de la levedad y hermosura de la mañana del Mediterráneo y ostentaba una sencilla y humana gentileza; y este hombre craso, porque cargaba unos pobres cuévanos de frutas tenia la pesadez de un vapor, y porque le resplandecían sus dedos enjoyados manifestaba la hermética soberanía de un ídolo cartaginés. ¡Oh fuerza deslumbradora de la tierra levantina!
Entonces reparó Sigüenza en un hombrecito que estaba mirando el bullicio del puerto.
Este hombrecito era un archivero bibliotecario, amarillento, crispado como una edición de 1670, que traía un gabán corto, encogido, de color de pasa,de 1870, botas de elástico blando y bastoncito de puño redondo de hueso. Este humanado anacronismo acogió a Sigüenza preguntándole por cosas y trabajos de antaño. ;Oh, pasmaba la ingenuidad y mansedumbre de ese erudito que sabía más de seis lenguas muertas y siempre infería relaciones de cualquier menudo hecho de ahora con los sabios textos de El Mahabarate y el Ramayana!...