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lunes, 12 de julio de 2010
Poemas de Harmonie Botella
Harmonie Botella
El caldo del cocido
El cejo fruncido, la mirada fría e inquisitoria,
espías con el rabillo del ojo
los movimientos del adversario,
y te cierras herméticamente a cualquier signo de paz.
Eres el inmolado, el mártir postergado que se fustiga
en el desorden de las ideas y de los sentimientos.
No levantas la vista de tu plato
como si dentro de este maldito cocido
estuviera tu salvación, tu amparo frente al último asalto.
¿Por qué oír y hablar si este mundo de mayores
sólo es decadencia, demagogia, tiranía y precepto?
Los ojos del cocido
te miran atónitos, perplejos y desorientados
al igual que los ojos del enemigo
que cansados de tanto resentimiento
se secan como los ríos de la estepa
de tanto sufrir inútilmente,
llorar con lágrimas enjugas
y apagadas sobre el cadáver frío
del disentimiento, de la rabia, del odio encarnecido.
Con la última mascada en la boca
gruñes una indecencia
y te retiras hacia tus aposentos de rey maldito,
de príncipe decaído
dejando a la plebe maligna morir en el caldo del cocido.
Levanta la vista
Levanta la vista
y gradualmente se eclipsan
los colores destellantes,
las formas lacias, las músicas tenues,
el mundo portentoso.
Los extravagantes vagabundeos,
las sensaciones solazadas,
las emociones turbadoras,
los sentimientos fastuosos
se esfuman detrás de un telón de humo.
El placer, como la vida, se troncan
y emergen los diablos, sin nombre.
El infierno abre sus puertas
para atraparle en sus calderas de muerte.
La angustia se apodera de él,
el dolor físico invade su cuerpo,
come su corazón y su cerebro.
El sudor helado baña su piel
y la desazón penetra su ser.
Locura y sufrimiento se acuartelan en sus entrañas
hasta que por fin roba dinero
para comprarse más cocaína .
Madre, te odio
Tu aliento de matrona podrida me envenena,
tus ojos malignos de matriarca derribada
por los otoños traicioneros me aniquilan
y en un deshilachado manto me rodean.
Eres mi penal, mi condena por haber nacido,
de tu nauseabundo vientre perjuro y pestífero,
de tu vientre que quiere engullirme, devorarme
para destruirme y proclamar que sólo suyo tuyo,
y que tú seguirás siendo la soberana que gobierna,
que regenta el destino del malogrado hijo deslucido.
Me acorralas, me asedias, me asechas y me fustigas
con tus miradas vacías, tus suspiros ahogados,
tus reproches silentes y tu vida
que se muere de desamor.
Muérete del trance de los hastíos,
de los que no vivieron su vida,
de los que sólo trabajaron para los suyos, arrodillados
en la tierra infecunda de esta vida de perros.
Muérete ya de una vez y déjame fenecer a mi gusto
entre porros, litronas y anfetas,
tirado por el suelo mugriento
de las avenidas mortuorias de nuestros últimos ahogos.
Déjame madre,
ya encontraré el camino que me lleve al infierno,
como todos los que conozco, todos los que fumaron,
bebieron, pegaron, robaron y mataron.
Madre, márchate,
no me esperes,
te odio.
Destruiste mi vida
y te premian con el cielo azulenco y translucido.
Muérete antes de que mi odio
te crucifique por última vez,
antes que mi rabia contenida coja este cuchillo y te raje.
Pero, madre, márchate y muérete.
Cierra las puertas celestiales del amor,
del perdón y de la vida.
Ahí nadie me espera.
Madre no me mires más
que las calderas del infierno me aguardan.
No entres conmigo, madre.
Esta puerta es la de los mal nacidos.
No entres, madre, te harían daño, te harían sufrir,
tú que sólo supiste dar amor, besos y caricias.
No entres mama... te quiero.
Sala de espera
Sala de espera, llena de estridentes palabras veloces.
Palabras
que suben y bajan,
que caen en el sumidero de la materia,
palabras ahorcadas
en las manecillas de un reloj aburrido,
palabras que moran en el cerebro
y desvanecen en los pasillos.
Sílabas agrias y tumefactas
que se confunden con el zumbido de la caldera.
Vocablos que se transmiten en silencio
para que nadie los oiga,
morfemas indecisos que aúllan con agresividad,
sujetos y verbos que se ignoran
pero irrumpen juntos en los pensamientos,
frases de carrerillas, párrafos confusos y disonantes
se ahogan en el siniestro maldito de una sala de espera.
Una lágrima hosca y vacía
Resbala una lágrima hosca y vacía
por el surco de tus mustios fanales apagados,
cuando la solitaria centella del tiempo
flaquea hacia las ásperas tinieblas.
Cae una lágrima hosca y vacía
sobre la página inmaculada de la ficticia
que desagua su castidad impura
bajo tu mano temblorosa y perjura.
Mancha una lágrima hosca y vacía
la tinta bruna de tu pluma antes facunda
que no desclava ningún secreto del folio ocre
que inspiraba tus mejores versos y rimas.
Inunda una lágrima fosca y vacía
el sobrio papel del poeta desamparado
y descuidado por la musa del tiempo naciente
que prefiere rimar la lágrima con peta y litrona...
Cenicienta
Cenicienta grisácea
que llora cerca de la lumbre ahogada,
recuerda el ayer sofocado,
evoca las palabras y los gestos del cariño,
rememora las cálidas sonrisas de la pasión,
las miradas incandescentes,
la fogosidad de ese amor pasado.
El amor, al igual que tú,
tiene arrugas en el rostro y en el corazón,
le duelen las piernas, las manos, el alma y la vida,
no distingue en este almanaque amarillento
el hoy del ayer,
el ayer del mañana,
sus días están hechos de momentos huecos y deslucidos,
de frases sin sentido,
de vocablos que se repiten para rellenar el vacío.
Amor, amor...
¿Cuándo se desvaneció el amor?
¿Cuándo se extraviaron las caricias?
Cenicienta ya no recuerda.
Se pierde en ese pasado reciente,
se revuelve afligida
en la materia opaca de la indiferencia,
en el lodo gris de la indolencia,
en el barro pardo de la desgana.
El espejo mágico
refleja el rostro pálido de la princesa para recordarle
que ya no tiene veinte años,
y que nacieron las primeras canas,
que los sueños hechiceros tienen un fin,
que los príncipes se cansan de las bellas damas,
de sus ideales, y de su conversación,
que hoy sus miradas mudas y desiertas
se extinguen en la pantalla de un televisor,
en un vaso de whisky barato
o en la carrocería de un Laguna último modelo
y que el amor fue sólo un espejismo
que duró el tiempo de un cuento de hadas.
Cenicienta, ya no eres princesa...
No te duermas, despierta. Ya no eres princesa...
Pero puedes ser reina. Despierta...
La corona te espera.
Y me desnudo lentamente
Y me desnudo lentamente delante del espejo traidor.
Mis piernas
engalanadas de sinuosas varices añiles
y de nubecitas foscas
sostienen un raudal de carnes grasientas,
que luchan año tras año contra el sobrepeso,
los dolores, los regímenes milagrosos
y los consejos de los médicos.
Mi cuerpo asqueado
por las dietas nacidas de la quimera,
la vida sana, el deporte moderado, la vida sin humo,
aguanta las miradas
inquisitorias de la familia y de los amigos
que no entienden que una mujer que fue bella y delgada
se transforme poco a poco
en un cúmulo de carnes flácidas.
Y me sigo desnudando lentamente
delante del espejo traidor,
y veo mi mano atrofiada
que se balancea como una tonta
a lo largo de mi cuerpo, de mi cuerpo de mujer madura,
y distingo esa barriga, que alojó tantos embarazos,
esconderse con vergüenza detrás de la otra mano
que poco le falta
para seguir el camino de su compañera.
Y miro hacia abajo y oigo a mis pies casi perfectos
lamentarse de padecimiento y poca comprensión.
¿ Nadie aliviará su dolor?
Que se fastidien,
otras partes del cuerpo sufren y no se quejan.
Y cuando me fijo hacia arriba,
mis ojos deformados y nebulosos
me recuerdan a través de unos nimbos foscos
que la vida pasa,
pasa sin reparar en los estropicios que causa,
pasa con demasiada premura, pasa sin vuelta atrás.
Y me sigo desnudando lentamente
delante del espejo traidor,
y percibo que lo único que me queda son mis neuronas,
más valiosas que un ejército de cuerpos de top-models,
mi amor hacia todos los que me rodean
y siempre el grito de la vida y de la libertad,
albergado en mis senos cansados y flácidos.
Harmonie Botella Chaves.