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sábado, 30 de enero de 2021

REPORTAJES EN EL ABISMO. Antologia de reportajes de Ramón Fernández Palmeral. Impreso en Amazon. 224 páginas

 

 

                                  Libro impreso y book Hondler

               

Autor: Ramón Fernández Palmeral

Publicado y venta en Amazon

Páginas 224

 

                   AL LECTOR

 

 En la Era Digital de hoy en día es necesario publicar en revistas digitales por la difusión global que tienen en la red, e incluso pienso que es necesario para darse a conocer;  sin embargo,  este sistema informático de publicaciones digitales en la red no es permanente, ni perduran en el tiempo, es un material perecedero porque se encuentra sometida a los vaivenes de los medios de comunicación y la temporalidad de plataformas o blogs, por la alternancia de publicaciones cada vez más sofisticadas, cambiantes y mudables, por ello se hace necesario y obligado pasar los artículos, crónicas o reportajes al sistema tradicional del libros impreso, en papel, como una forma tangible y material de conservarlos en el tiempo. Porque el libro nunca va a desaparecer, será otro de los lujos que tendrán los lectores y curiosos.

 Leer en un libro impreso es como ver una película en el cine en pantalla grande y en cinemascope, y en cambio leer un libro  en Tablet o e:book, es como ver una película en la televisión. Son placeres muy diferentes, y además como yo, y muchos lectores tenemos la costumbre de subrayar o hacer anotaciones en los márgenes, o incluso apropiarse de frases o ideas a otros autores que nos han dejado huella en la memoria o nos han impresionado por sus aciertos, ocurrencias o hallazgos.

 Los reportajes que he seleccionado  a especie de antología fueron publicados durante 2020 y enero de 2021, que he titulado Reportajes en  el abismo una publicación como continuación a otro libro mío anterior de artículos titulado El Cuaderno carmesí, Amazon 2020. El abismo evoca el riesgo de la aventura periodista que se atreve con todo lo que le produce vértigo e interés y se arriesga, en caso de viajeros que van a visitar lugares para luego relatarlos, que siempre es un riesgo, una empresa homérica. Con el peligro de acertar o no acertar, pero este propósito es lo de menos, uno hace el camino y la meta es lo de menos, uno puede o no puede llegar a las cataratas del Lago Victoria, o bien caerse por una de ellas o, por el contrario, no serás capaz de escribir nada bueno si el escritor no se aventura. Por importante era el viaje por África.

 Para escribir reportajes, hoy en día no hace falta viajar a lugares remotos en barco o cruzar4 selvas, porque disponemos de fotografías, videos y gran información histórica en la Red. Escribir requiere ver, oír y, siempre un tiempo de digestión, de regurgitar la información observada, puesto que escribir requiere reposo y  entrenamiento, lecturas y prácticas, porque lo mismo que uno aprende a pintar pintado, se aprende a escribir escribiendo. Sí, es cierto que hay que leer, pero si solo lees y no escribes, no te tiras por el precipicio de  las palabras al abismo. Otro de las conjeturas que he observado para el reportaje, el artículo o la crónica es aplicar el sello personal,  estilo propio de que tanto habló nuestro Azorín o Juan Benet. Ya que el estilo es una de las claves para tener en cuenta a la hora de escribir, sin temor a no gustar al lector, no se puede contentar a todo el mundo; pero sí  se deber ser sincero con uno mismo

  Escribir es un proceso mental, un esfuerzo de meditación y entrenamiento y un estado de satisfacción personal, y además, se me olvidaba, hay que jugar los partidos, aunque se pierdan, porque lo importante es participar, dar tu opinión, y, repito con tu estilo personal, tu toque personal, y poco a poco ganas confianza y seguramente lectores.

 Dicho esto, el presente libro contiene  treinta y tres reportajes, unos de temas de  actualidad, comentarios de libros y otros sobre la historia del Imperio Español. Siempre con objetividad de la información y estilo personal, con conclusiones. No con la información pura y dura, aséptica y periodística del caso, porque la opinión es lo que cuenta a través de la investigación y de las vivencias personales.

 Las ilustraciones son composiciones de Palmeral, excepto el Galeón  de Manila que es del pintor Esteban Arriaga.

 

                                                      El Autor

                                        Ramón Fernández Palmeral

                                       Alicante, 28 de enero de 2021

 

 

Venta en Amazon:

https://www.amazon.es/Reportajes-abismo-Ram%C3%B3n-Fern%C3%A1ndez-Palmeral/dp/B08TQDLRV2/ref=sr_1_1?dchild=1&qid=1612035448&refinements=p_27%3ARamon+Fern%C3%A1ndez+Palmeral&s=books&sr=1-1

 

Índice de reportajes en el libro:

miércoles, 27 de enero de 2021

El intruso, Vicente Blasco Ibáñez o el escritor total

 


El intruso, Vicente Blasco Ibáñez o el escritor total

miércoles 27 de enero de 2021
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Vicente Blasco Ibáñez
Si algo hay que reconocerle a Blasco Ibáñez en cuanto uno se adentra en las primeras páginas de El intruso, es su profesionalidad, su maestría como narrador.

Vicente Blasco Ibáñez fue, sin lugar a duda, el primer escritor español de proyección internacional en vida como autor de éxitos de ventas, lo que hoy en día llamamos best-seller, al estilo de obras como Sangre y arena (1908), Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) (las cuales fueron llevados al cine también con éxito, de ahí todavía más la fama de su autor), Mare Nostrum (1918) y Los enemigos de la mujer (1919). De hecho, el éxito de Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue tanto que llegó a ser el libro más vendido en Estados Unidos en 1919, lo cual llevó a que periódicos como el Publisher Weekly comentaran: “Desde La cabaña del tío Tom no se había conocido un fenómeno semejante. Se vendían ceniceros, corbatas, pisapapeles, con motivos alusivos a la novela, y todo el mundo quería conocer al autor”. Sea como fuere, los best-sellers internacionales de Blasco Ibáñez lo enriquecieron y convirtieron en un escritor que todo lo que mandaba a la imprenta tenía una inmediata acogida multitudinaria, eso que también ahora denominamos “fenómeno de masas”. Sin embargo, Vicente Blasco Ibáñez no se estrenó como pergeñador de novelas de éxito internacional, novelas que por lo general respondían a las grandes preocupaciones del momento a lo largo del ancho mundo como fue en su momento la Primera Guerra Mundial, sino que esa condición de Midas de la literatura fue más bien el puerto al que llegó tras una larga singladura como escritor desde su Valencia natal. De hecho, nos quedaríamos cortos si afirmáramos que el éxito de Blasco Ibáñez fue sólo el fruto de esa larga singladura literaria, la cual es en buena parte un compendio de la historia de la literatura de su época, en realidad de buena parte de la literatura moderna, y además, ya lo adelanto, el tema que inspira estas líneas. A mi entender el éxito de Blasco Ibáñez fue la consecuencia directa de la personalidad apabullante, excesiva y sobre todo incansable de un hombre cuya actividad no se circunscribió a la literatura en exclusiva, al menos no durante más de la mitad de su vida, sino que abarcó campos tan diversos, pero de alguna u otra manera conectados entre sí, como la política —Blasco Ibáñez fue un republicano federalista que dio origen a un movimiento, el blasquismo, que llegó a ser de masas en su Valencia natal y gracias al cual se convirtió en la figura más importante del siglo XIX en aquella tierra— o el periodismo, donde destacó tanto en la dirección como en el articulismo, la edición como responsable de Prometeo, la primera editorial española en publicar autores de la talla de Aristófanes, Shakespeare, Quevedo, Maupassant, Zola, Gorki, Tolstoi, Dostoievski, Dumas, Hugo, Poe, London, Voltaire, Kropotkin, Nietzsche, Darwin o Marx. Tan activo como para incluso, ya siendo una figura internacional, arruinarse promoviendo una colonia de agricultores valencianos en Argentina en lo que años más tarde sería el granero arrocero de aquel país.

El intruso es una novela ideal para teorizar, si no divagar, una vez más acerca de la autenticidad en literatura.

Personalidad excesiva, sí, la que le hacía ocupar su tiempo tanto en las conspiraciones políticas de rigor, ya fuera como agitador de masas o como diputado en Madrid, la dirección de uno de los periódicos de mayor tirada de su época, El Pueblo, la redacción no sólo de artículos, sino también de reseñas de todo tipo y folletines que, gracias a su estilo desenfadado y la variada temática que trataba, cautivaban a un público más amplio del habitual, un público popular que hasta entonces no solía acercarse a la prensa escrita. Y luego estaban las novelas, claro que sí, desde su primer éxito, La araña negra (1892), hasta la ya tardía La condena (1979). Casi una cincuentena de novelas entre las que hay un buen puñado que ha pasado a la historia de la literatura en castellano con todos los honores, tanto los concedidos por la crítica como por el aprecio del público, Arroz y tartana (1894), La barraca (1898), Entre naranjos (1900), Cañas y barro (1900), La catedral (1903) o La horda (1905), como esas otras que le dieron fama internacional, pero que la crítica, y no digamos ya el paso del tiempo, ha acabado situando en una posición subalterna a las primeras. Me refiero, cómo no, a esas novelas a las que ya nos hemos referido como best-sellers de la época y de las que Sangre y arena (1908) fue su primer exponente. De hecho, fue el propio Blasco Ibáñez quien reconoció en su momento que su primer gran éxito de ventas era poco más que una recopilación de tópicos taurinos y por extensión también de una determinada idea de lo español para el gusto tanto de propios como de extraños, una historia recurrente de amour fou entre una guiri y un torero que reunía todos los ingredientes al uso del folletín para ser lo que siguen siendo hoy en día este tipo de novelas que juegan con los tópicos al por mayor, lo facilón, lo previsible: un éxito de ventas. De hecho, a Blasco Ibáñez ni siquiera le gustaban los toros como digno representante de esa tradición republicana que aborrece de eso tan inquietante que algunos definen como esencias patrias, y que luego, en realidad, no son sino manifestaciones de eso que definimos como carpetovetónica, por el nombre de dos de las tribus celtibéricas más conocidas de la antigüedad, es decir, lo que más nos retrotrae a lo más primitivo, bárbaro, de nuestro pasado. En cualquier caso, una opinión sobre el primer gran éxito de público de Blasco Ibáñez para la que no es necesario adentrarse en las páginas de Sangre y arena, trámite que uno se puede ahorrar perfectamente con visionar, siquiera ya sólo por encima, cualquiera de las versiones cinematográficas de la novela, ya sea la primera con el gran Valentino o esa otra verdaderamente infumable protagonizada por Sharon Stone.

Sin embargo, entre las primeras novelas de Blasco Ibáñez ambientadas en su Valencia natal, y con las cuales se convirtió en el principal exponente español de eso que los libros de historia de la literatura denominan naturalismo, y eso a pesar de lo difícil que resulta a veces discernir en esas primeras novelas lo que hay de puro naturalismo de lo esencial o simplemente costumbrista o localista, y esas otras que le granjearon dinero y fama porque eran, a la postre, el tipo de lectura que el gran público demandaba en momentos muy concretos como el de la que en un principio se denominó la Gran Guerra, razón de la fama conseguida con la trilogía iniciada con Los cuatro jinetes del Apocalipsis, hay otras novelas que hoy consideramos menores, novelas de antes de que Blasco Ibáñez se convirtiera en la figura de proyección internacional que llegó a ser, pero siendo ya toda una personalidad dentro de las letras españolas, y no digamos ya de la política. Me refiero a esas novelas que fueron tachadas de sociales, producto acaso único del activismo político de Blasco como republicano que llegó a aunar en su figura la voluntad tanto de ese primer proletariado español como del artesanado empobrecido por la incipiente y siempre renqueante revolución industrial española, lo que entonces empezaba a llamarse “la clase trabajadora”. Son, por lo tanto, novelas militantes, esto es, de denuncia de las injusticias que el instinto periodístico de Blasco Ibáñez descubre en la España de su época y de las que da debida cuenta, no sólo en sus artículos, sino también en forma de novela. Es a ese tipo de novelas, prácticamente ensombrecidas por el prestigio de las primeras y la fama de las últimas, que pertenece El intruso (1904), una historia ambientada en los primeros años de la industrialización en el País Vasco, y más en concreto en las minas encartadas más allá de la margen derecha de la ría del Nervión, que Blasco Ibáñez aprovecha para exponer su visión sobre lo que entonces se conocía como “la cuestión social”. Una novela acaso menor, puede que un esbozo de una verdadera novela de fuste que se queda a medio camino entre el reportaje periodístico y un drama algo previsible, pero que nos sirve como ejemplo de un tema harto recurrente dentro de la crítica del gremio, el eterno debate de la autenticidad del escritor que escribe enraizado en su entorno y por ello conocedor de primera mano, tanto de la geografía que lo rodea como de todos los vericuetos de la sociedad de la que forma parte, y ese otro denominado todoterreno, el cual escribe de lo que en principio le es ajeno, pero al que se le supone haberse documentado a fondo, en realidad todo lo que ha podido, y por lo tanto dueño de una mirada libre de las ataduras sentimentales de cualquier tipo, un escritor que enseguida olvida el territorio o las gentes de que trata su libro nada más acabarlo para saltar a otro por lo general bien distinto, y al que se le reprocha por ello una visión cuanto menos estereotipada o superficial, casi que de turista literario y poco más. Así pues, El intruso es una novela ideal para teorizar, si no divagar, una vez más acerca de la autenticidad en literatura.

El intruso se me antoja lo más parecido a un extenso reportaje periodístico de la época, si bien que, con el formato de la novela como simple coartada para presentar una realidad de la forma más prolija posible.

En cualquier caso, si algo hay que reconocerle a Blasco Ibáñez en cuanto uno se adentra en las primeras páginas de El intruso, es su profesionalidad, su maestría como narrador, poco habitual para su época. No olvidemos al periodista Blasco Ibáñez, acaso en la faceta más militante, proselitista incluso, del político que también era, director de uno de los primeros periódicos españoles, El Pueblo, en quitarse el corsé de ser poco más que un portavoz oficial del poder, un periódico del sistema, en este caso el de la primera Restauración Borbónica, un periódico que podíamos definir de combate, con una clara apuesta republicana y de eso que todavía se podía definir como la izquierda antes de la izquierda tal y como la hemos conocido a lo largo del siglo XX, un periódico que fue el primero en romper con el lenguaje encorsetado de los de su época para así poder acceder a un público más amplio y sobre todo afín, el de las clases populares que hasta la fecha no solían consumir prensa escrita. De hecho, El intruso es en buena parte la crónica de unos hechos muy concretos de la época, los sucesos anticlericales acaecidos en Bilbao en 1903 a raíz de una serie de procesiones que enfrentaron a los mineros y los católicos devotos que habían acudido del interior de la provincia a oponerse a los primeros. Así pues, cómo no caer en la tentación de especular con que El intruso fue un intento de ahondar en los vericuetos de aquellos hechos menos conocidos para todo aquel incapaz de ubicar del todo la noticia en su contexto geográfico, político y social, incluso un intento de extrapolar el conflicto social que latía en aquel rincón del norte de España a ese otro más amplio que para entonces ya había definido Carlos Marx como la lucha de clases. Cómo no aprovechar las peculiares circunstancias de la incipiente revolución industrial que sucedían en las dos márgenes de la ría del Nervión, dos orillas que eran, y todavía lo son en buena parte, como los dos lados contrapuestos de un espejo cóncavo que reflejan una misma realidad, como la metáfora perfecta de esa cada vez más enconada lucha de clases que acabaría condicionando el devenir de la primera parte del siglo XX.

De ese modo, El intruso se me antoja lo más parecido a un extenso reportaje periodístico de la época, si bien que, con el formato de la novela como simple coartada para presentar una realidad de la forma más prolija posible, y al mismo tiempo también para aleccionar al lector sobre las razones y consecuencias del conflicto social y político que se plantea a lo largo de la trama. Estamos, pues, ante un claro ejemplo de novela naturalista de la época, ni más ni menos que lo eran también las primeras de Blasco Ibáñez pertenecientes a la que se denomina como época valenciana, La barraca, Arroz y tartana, La catedral, Entre naranjos, etc., pero que ahora, como escritor que ya no escribe del entorno que le es propio y que por lo tanto conoce desde pequeño porque forma parte de él y está implicado en todo lo que le concierne, como que al naturalismo de estas novelas se le ha acusado también de pecar de cierto costumbrismo valenciano, adquiere la forma de ese extenso reportaje periodístico al que me refería antes para poder así hacer una de las novelas tan de moda en aquellos años, la novela de tesis, esto es, el género literario que se usaba para debatir los conflictos religiosos y políticos característicos de la llegada de la modernidad, y muy en especial, aquellos que resultaban de la consiguiente secularización de la vida.

En El intruso Blasco Ibáñez ya no escribe de un territorio que le es propio, no construye personajes gracias a la infinitud de modelos que ha podido conocer de cerca a lo largo de su vida, ya no se inspira en sus experiencias personales o en las de los que le rodean, no describe un territorio que lleva consigo hasta el punto de que, como el de la mayoría de los escritores que escriben de lo que tienen delante, no corresponde tanto a una realidad concreta como a la realidad que sólo existe en la cabeza del escritor. El Bilbao industrial, y los dos mundos contrapuestos que se extienden frente a frente a partir de cada orilla, es el resultado del minucioso e incluso asombroso ejercicio de documentación del autor. Un verdadero trabajo de campo que da como resultado uno de los mejores retratos de ese Bilbao y sus orillas de finales del XIX y principios del XX en pleno proceso de industrialización. Un relato muy ajustado de los conflictos que resultaban de ese proceso entre la burguesía en auge de la capital vizcaína, los obreros de las minas de origen foráneo en su mayoría, esto es, llegados cada vez más de fuera del País Vasco, con lo que eso suponía de ruptura para con el mundo tradicional vasco por cuestiones tanto ideológicas como culturales y lingüísticas, y esas otras capas populares nativas que, precisamente, veían peligrar su modo de vida tradicional por culpa tanto de la oligarquía industrial de la capital como de los recién llegados a los que consideraban poco más que extranjeros, si no invasores, dadas esas presuntas incompatibilidades culturales y lingüísticas. Un peligro que, si en su tiempo había supuesto la adhesión de la mayoría de las clases populares vascas al movimiento reaccionario por excelencia español del pasado siglo XIX, el carlismo, como intento de oponerse a la destrucción de su modo de vida tradicional representado por el llamado régimen foral por parte de un Estado español centralizador, ahora, tras la derrota final del carlismo en los campos de batalla y la supresión de los fueros vascos, empezaba a inclinarse por el incipiente nacionalismo vasco cuyo objetivo último ya no era tanto la reivindicación de un pasado foral debidamente mitificado, como la ruptura total con España para la construcción de una patria vasca libre de influencias extranjeras y apegada hasta el paroxismo a sus esencias supuestas o no.

Nada que ver por lo tanto con las tramas mucho más elaboradas y hasta sorprendentes que podemos encontrar en las primeras novelas de Blasco Ibáñez.

Ese es el entorno sociocultural e histórico en que se desarrolla la novela El intruso. Ese es también, sin lugar a duda, el valor principal de esta novela, la de ser un valioso documento histórico de un lugar y una época muy concretos. A decir verdad, El intruso es, a mi juicio, junto la trilogía Verdes valles, colinas rojas (2004-2005), de Ramiro Pinilla, el mejor retrato de ficción escrito sobre los conflictos de clase e identitarios resultantes de la industrialización de lo que se llamaría el Gran Bilbao. Sin embargo, y a diferencia de la trilogía de Pinilla que, aun siendo más profunda y meticulosa, fue escrita un siglo después y por lo tanto responde más a una recreación del pasado que a una descripción del presente, la de Blasco Ibáñez es el mejor documento escrito en tiempo real, esto es, de un verdadero testigo de la época.

Con todo, ese afán descriptivo, periodístico incluso, también es el mayor hándicap de la novela. Si la presentación que hace el autor del entorno y los personajes donde se desarrolla la historia de la novela es magistral por lo bien y minuciosamente documentada que está, y también por su propósito de crear personajes creíbles para no caer que en el maniqueísmo al uso de dividirlos entre buenos y malos, como los mineros de la margen izquierda y sus cabecillas, el empresario Sánchez Morueta, las mujeres de la familia de éste y su secretario personal y otros personajes de la otra margen del Nervión, y muy en especial el doctor Aresti y primo del empresario, en realidad el verdadero héroe de la novela y acaso el trasunto ideológico del autor, aquel a través de cuyos ojos mira y opina, esto es, el médico liberal, escéptico y descastado que se ha ido a vivir entre los más humildes concibiendo el ejercicio de su profesión como una especie de sacerdocio, el cual observa desde una falsa distancia el conflicto que se extiende ante sus ojos siendo por ello crítico con ambos bandos, sin embargo la trama casi brilla por su ausencia, o, como poco, resulta muy previsible, lo imprescindible para justificar su condición de novela.

Nada que ver por lo tanto con las tramas mucho más elaboradas y hasta sorprendentes, por los retratos de personajes con una psicología mucho más elaborada, acaso al margen de la necesidad de contraponer unos modelos socioideológicos a otros, que podemos encontrar en las primeras novelas de Blasco Ibáñez, y en especial en aquellas denominadas valencianas. A decir verdad, en estas últimas la pluma de Blasco Ibáñez brilla por su naturalidad, su frescura incluso, ni más ni menos que la que hizo que el escritor valenciano llegara a tanta gente como nunca antes lo habían hecho otros gracias a haber sabido soltar los lastres de la novelística excesivamente entumecida e ineficaz que se estila en su época para consumo de cuatro ilustrados y poco más. Una frescura que se nota en cada renglón de sus novelas valencianas a la hora de presentar ambientes y personajes sin necesidad de extenderse en disquisiciones de tipo histórico o social, el lector ya sabrá sacar sus propias consecuencias, y sobre todo se dará cuenta de que el autor conoce el medio que describe y también a sus gentes. Una frescura, en suma, que hace que esas novelas valencianas de Blasco Ibáñez sigan siendo las más leídas, porque cuando las tienes entre tus manos no puedes dejar de asombrarte de lo modernas y válidas que resultan a pesar de todo el tiempo transcurrido. Una frescura o implicación con el tema a tratar que en el caso de El intruso se nota hasta cierto punto ausente, acaso también impostada, porque al tratarse de un texto sobre una realidad ajena en lo personal, es inevitable que, a pesar de todos los propósitos del autor por ser lo más fidedigno posible, no caiga, tanto en cierta frialdad descriptiva como en puede que todo lo contrario, en una idealización sobre el objeto a narrar que en otro autor con vínculos más estrechos, da igual la condición de éstos, biográficos, familiares, sentimentales o de cualquier otro tipo, no se daría de la misma manera. Valga como ejemplo la muy distinta interpretación que hace Blasco Ibáñez en El intruso de las motivaciones de los vascos durante las Guerras Carlistas, donde es imposible no atisbar cierta idealización romántica propia del que ve las cosas desde la lejanía con cierta condescendencia, y esa otra escrita cuatro años más tarde por Pío Baroja, un escritor del país, la cual no es sino la sentencia lapidaria de un vasco de ciudad y librepensador acerca de sus paisanos del interior observados sobre todo desde su trinchera ideológica.

Pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos montes y en otros de más allá; en todos los que se pudrían y disgregaban en las entrañas de la tierra vasca por un pleito de familia, por una simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija obediencia al otro lado del Ebro (p. 51).

El intruso (1904), de Vicente Blasco Ibáñez.


Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo contra lo nuevo. Así habían peleado en la antigüedad contra el romano, contra el godo, contra el árabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja y en contra de la idea nueva. Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, esta semiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo creían en aquel Borbón vulgar, extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos a morir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco (p. 335).

Zalacain el aventurero (1908), de Pío Baroja.

No ocurre lo mismo con El intruso, una novela de tesis de cuando el autor ya parecía haberse aburrido de inspirarse en su territorio mítico, esto es, aquel que el escritor construye a partir de una realidad que le es cercana, familiar o simplemente afectiva, de cuando lo que parece inspirar sus libros es más el activismo político que motivos estrictamente literarios. De ese modo, leído El intruso sólo queda establecer que se trata de un muy valioso documento de época con una trama que se olvida a los pocos días porque no ha conseguido inspirar emoción alguna, como tampoco reflexión, al lector. De modo que sólo permanecerá en la memoria como referencia para aquel que quiera saber de la época y el entorno del que trata. Una novela de cuando todavía primaba en su oficio literario el pujo por servirse de éste para cambiar las cosas, a medio camino entre lo más brillante, espontáneo, expuesto, carnal, “naturalista”, de su obra, las novelas valencianas, y esas otras de su etapa como escritor de éxitos a escala internacional, sobre todo a partir de ese compendio de topicazos castizos y carpetovetónicos que fue Sangre y arena y que tanto éxito le reportó iniciando con ello su segunda etapa de pergeñador de best-sellers para consumo de ese gran público que reclama una lectura no excesivamente exigente y todavía menos comprometida. Una figura tan controvertida que no podemos cerrar estas líneas sin subrayar que esa dicotomía como escritor de Vicente Blasco Ibáñez, la del escritor de raíz y la del fabricador de éxitos, resume a la perfección esa otra de la historia de la literatura en las que el resto de escritores parecen dividirse entre los que eligen el camino de la literatura con alma, y acaso también con raíz, los que procuraran no alejarse de su territorio mítico, acaso ya sólo construir el suyo propio a toda costa confiando en que encontrarán lectores que sabrán apreciarlo en su justa medida, incluso incorporarlo a su acervo formativo como propio de alguna u otra manera, y esos otros que prefieren ir de salto en salto procurando complacer en todo momento el gusto caprichoso y fácilmente impresionable del gran público. Por mi parte, me basta con subrayar una vez más cuáles son las novelas de Blasco Ibáñez que todavía se siguen leyendo hoy en día con verdadera sorpresa y deleite por todo tipo de lectores, porque no han perdido frescura ni autenticidad a diferencia de otras de las que ya sólo se citan en las bibliografías, para dar a entender cuál es el camino que considero único, si bien largo e intrincado, al objeto de hacer literatura de verdad y no cualquier otra cosa.

martes, 26 de enero de 2021

Autoficción o el pacto con el lector, por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz

 

Autoficción o el pacto ambiguo con el lector

Categoría (El libro y la lectura, El mundo del libro, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-01-2021

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La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa; Paisajes después de la batalla, de Juan Goitysolo; Historia abreviada de la literatura portátil, de Enrique Vila-Matas; El salón de los pasos perdidos, de Andrés Trapiello; Mi lucha, de Karl Ove Knausgård; Lección de anatomía, de Marta Sanz; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente;  Un ojo de cristal, de Miren Agur Meabe… Todas estas obras, que pertenecen a diferentes épocas, tienen en común que se pueden enmarcar dentro de lo que se conoce como autoficción, una palabra compuesta de `auto-´, que significa propio o por uno mismo, y de `ficción’, acción y efecto de fingir / invención, cosa fingida.

La unión crea una paradoja que, en boca de distintos autores, se ha expresado de diversas maneras: hacer ficción de la propia identidad, utilizar la realidad de uno mismo como inspiración para escribir, explorar el yo para reconstruir una identidad, usar la propia vida como materia de ficción, compartir lo privado moviéndolo hacia el plano poético, manipular lo autobiográfico para escribir una novela, buscarse a uno mismo en el hecho literario, ficcionalizar la realidad de uno mismo para resultar más auténtica…

Parece fácil pensar que ya existe un género, el autobiográfico, que debería ser suficiente para hablar del yo. Pero ¿por qué no lo es?, ¿es necesario superar las barreras de ese género? Algunos piensan que se ha quedado obsoleto por previsible, en cuanto a los temas, y estereotipado y grandilocuente, en cuanto al lenguaje utilizado.

Así que la autoficción habría venido a enriquecer las posibilidades de aquella otorgándole además una categoría literaria, que en muchas ocasiones se pone en tela de juicio, y restándole cierto exhibicionismo o narcisismo del que le acusan. Pero plantea otros problemas. Al hablar de uno mismo, es inevitable mencionar a las personas que te rodean y por tanto hacer pública la intimidad de los tuyos. Esto es lo que sucedió con la obra de Ove Knausgard, que vino a revolucionar el mundo literario con La muerte del padre, primer volumen de un ciclo novelístico muy ambicioso, por sus seis volúmenes, y en cierta manera provocador, por su título Mi lucha. ¿Es ético entregar al mundo las vidas de los otros?

Definición y origen

“Ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción” Así es como acuñó el término Doubrovsky en 1977, en la contraportada de su libro Fils. En este hay claras alusiones a su experiencia vital, tales como el nombre del narrador-protagonista, menciones a su infancia, a su trabajo como profesor y a su complicada vida familiar, por lo que podemos colegir que el vínculo autobiográfico subyace en su definición.

Philippe Lejeune en su Pacto autobiográfico, define a la autobiografía como “relato que una persona real hace de su propia existencia”; dicho de otra forma: yo, autor y narrador de esta historia, afirmo la veracidad de todo lo narrado. En la autoficción, sin embargo, el autor no deja claro si lo que escribe es real o no; primero, porque en muchas ocasiones intenta esconder su nombre detrás de un “yo” o unas iniciales poco claras, confundiendo al lector como si eso fuera parte de un juego literario al mejor estilo de Borges y, segundo, porque en la cubierta aparece la denominación de “novela”. Respecto a este tema es muy interesante el trabajo de Manuel Alberca: La máscara o la vida, donde analiza varias obras de los dos géneros publicadas por autores españoles a lo largo del siglo XX.

Para complicarlo más, Vincent Colonna defiende una corriente, denominada autofabulación, que entiende la historia claramente separada de lo autobiográfico. La concibe como una historia irreal, indiferente a la verdadera; plantea, así, la identidad nominal entre autor y héroe como una proyección del primero en situaciones imaginarias. De esta manera Colonna consigue restringir el campo de la autoficción separándolo de la autobiografía.

Además, y aunque este neologismo nace como marca en 1977, Colonna aboga por un origen anterior; en la Antigüedad o en el Renacimiento, en autores como Dante o Cervantes, ya se podía hablar de autoficción, vinculada a la literatura de imaginación y no tanto al relato autobiográfico. ¿No es esto lo que, en 1605, hace Cervantes en el Quijote, al presentarnos a un narrador que se escuda en la tradición del manuscrito encontrado para hacer pasar por traducción la obra original?

También la carta de Lázaro de Tormes —en la que, al inicio de la novela, afirma haber conseguido el respeto de la sociedad toledana del siglo XVI— podría tener la misma consideración, puesto que es un documento en el que sí se narra una historia real, pero tras un nombre falso. En cualquier caso, hay críticos, como Vicente Luis Mora, que incluso se retrotraen hasta 1270 a. C. en busca del origen de la autoficción y observan algún rasgo de ese tipo en El libro de los muertos.

Si había pocos escollos, la opinión de Jorge Carrión viene a aumentarlos. Señala a varios autores que en los últimos años han visto en la autoficción un campo donde experimentar vivencias que conllevan la humillación del personaje, o dicho de otro modo, que conciben la autobiografía ficcionalizada como práctica de la autodestrucción. Ejemplos claros de esto son: El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq, en el que acaba asesinado y descuartizado, y en nuestra literatura La velocidad de la luz, de Javier Cercas, en cuyo inicio aparece la muerte de su familia.

De cualquier manera, y con todos los matices que tiene el concepto que estamos analizando, se ha generado un caldo de cultivo para defender opiniones como la de Francine Prose, que habla de la aparición de un nuevo género, y la del escritor Eugenides quien afirma que se ha roto la barrera del sonido de la novela autobiográfica. En definitiva, la mayoría están de acuerdo en que es un subgénero híbrido —entre autobiográfico y novelesco— que plantea un pacto entre lector y escritor concebido como un juego literario: ofrece la posibilidad de leer un texto como ficción y como realidad autobiográfica.

La verosimilitud frente a la veracidad

En los últimos tiempos parece haber un boom de este tipo de obras en la literatura, pero también en el cine: abundan las películas basadas en hechos reales. Es fácil relacionar esto con la afición que hay hoy en día a exteriorizar nuestra intimidad; los psicólogos hablan de extimidad, que consiste en compartir momentos de la vida de uno en los que tratas de representarte y que en cierta manera vienen a fortalecerte. Esto también podría ser lo que buscan las novelas en la actualidad: sonar a verdad y con ello reforzar el género. Y si añadimos que en nuestro siglo hay un excedente de información y que quizá ese sea el motivo por el cual se tiende a novelar realidades y noticias, ¿deberíamos olvidarnos de la “verosimilitud” de las obras literarias y hablar de su “veracidad”?

La literatura siempre ha tenido la capacidad de abstraernos de nuestro día a día y de conducirnos a lugares lejanos y a universos increíbles en los que nos involucramos tanto que nos creemos todo lo que nos están contando. Y esto es debido a un pacto tácito entre el lector y toda buena obra literaria, que se basa en el recurso de la verosimilitud: se puede contar lo que sea mientras tenga apariencia de verdad y respete las normas internas de la obra. Dicho de otra manera: uno no debe inventar porque sí, ya que puede llegar a decir mentiras, y la realidad no necesita justificación alguna pero la literatura, la ficción, sí.

Los dos conceptos siempre han ido de la mano. El de verosimilitud fue indispensable en la novela tradicional, surgida a finales del XVIII y cuya madurez tuvo lugar en el siglo XIX. El formato de novela funcionó de forma eficaz para contar historias dentro de un movimiento, el Realismo literario, cuya intención era la de mostrar la realidad o introducir elementos de ella; el resultado era una realidad muy “maquillada” según el interés del autor.

Cuando llegaron los años sesenta —fructíferos en cuanto a novedades en el campo de la literatura—, la autobiografía moderna empezó a tener éxito, aunque se consolidó en los noventa. Con la instauración de la democracia, sobre todo, resurgieron los textos en primera persona, la vuelta del ego; lo individual como rechazo de las causas colectivas. Y también en esos años, varios autores —quizá saturados de las estrategias narrativas de la literatura del XIX— mostraron gran interés por la novela de no ficción.

Es el caso de Truman Capote con A sangre fría y Gabriel García Márquez con Relato de un náufrago; fueron dos de los que promovieron lo que se conoció como Nuevo Periodismo. Este experimento vino a demostrar que la inevitable realidad, trabajada literariamente, era la perfecta cómplice del autor para reinventar el formato novelístico. Hoy en día tenemos un buen ejemplo en la obra que en 2009 publicó Javier Cercas, Anatomía de un instante, una crónica contada como una novela.

Literatura, memoria y recuerdo

Pero ¿cómo funciona el mecanismo de la autoficción? La literatura actúa de conector entre los conceptos de realidad y ficción; el autor, mediante su personal punto de vista, pone en relación lo que quiere destacar de la realidad con el lector a través de un formato narrativo: la novela. En esta maquinaria autoficticia existe, en opinión de Julia Musitano, una potenciación de los mecanismos del recuerdo en detrimento del carácter sistemático y organizativo de la memoria.

Dicho de otra manera: los recuerdos de una vida pasada se amontonarían en el marco de la memoria en forma de imágenes que se le impondrían al autobiógrafo una y otra vez; después, comenzaría la actuación de la memoria, que se encargaría de transformar esa vida en relato y de ordenar y encadenar las ideas de forma verosímil para dar sentido a los momentos verdaderos.

Insiste Musitano en que, si eso es así, la autoficción se basaría en la posibilidad de hacer presente lo perdido desde lo imaginario del recuerdo. Aquí es donde entraría lo ficticio, lo falso, porque los recuerdos, a pesar de ser veraces, no responden a la realidad ya que están contaminados por otros aspectos —narrativos, emocionales, formales…— que se introducen con el relato mismo para difuminar sus condiciones de verdad. Al final, lo que el autobiógrafo cuenta no es más que el recuerdo de una sensación que un determinado hecho pudo suscitar en un momento de nuestra vida.

Desde luego el tema da mucho juego a los críticos que, si bien no llegan a un acuerdo en todo, sí aceptan que la identificación del autor con el protagonista de la historia suele coincidir, que siempre se presenta con cierta ambigüedad y que no se pretende hacer explícito un carácter autobiográfico. Así, la veracidad no es lo primordial ni tampoco un elemento con el que medir la calidad del texto.

La muerte de la novela

No queremos terminar este artículo sin aludir a un último aspecto. El tema de la autoficción ha generado muchas y apasionadas opiniones, pero quizás esta última que traemos a colación es la más extrema: ver en este subgénero —o nuevo género, según la teoría que sigamos— la tan cacareada muerte de la novela, que algunos achacan a la llegada del experimentalismo narrativo que propiciaron el posmodernismo y la posvanguardia.

Parece ser que la novela habría perdido autoridad —la que tenía cuando se empeñaba en explicar el mundo en un intento de hacer la vida verosímil— y se habría convertido en un juego cuya única función sería la de divertir sorprendiendo. En este sentido, hay un curioso artículo en El País, en el que su autor afirma que, desde Julio Verne hasta el 2014 en que aparece una cuenta en twitter —Is The Novel Dead? @IsTheNovelDead—, se ha anunciado la muerte de la novela en treinta y tres ocasiones.

En cualquier caso, sea o no la culpable, la autoficción está en auge y, al querer desenmascararla en este artículo, hemos comprobado que tiene muchas caras: la ficción es y no es real; la novela es y no es una autobiografía, lo verdadero es y no es mentira; el autor es y no es el protagonista… Nos viene a la cabeza esa sonrisa de Unamuno, en una escena de su novela Niebla, en la que él mismo, hecho personaje, se dirige al lector para recordarle que está leyendo una verdad en clave de ficción: “Mientras Augusto y Víctor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la mano, y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente”.

Pues eso, que todo depende del cristal con que se mira y, en la autoficción, más.

La autoficción, por Julia Musitano. Enlace Novela

 

LA AUTOFICCIÓN: UNA APROXIMACIÓN TEÓRICA. ENTRE LA RETÓRICA DE LA MEMORIA Y LA ESCRITURA DE RECUERDOS

THE AUTOFICTION: A THEORETICAL APPROACH. BETWEEN THE RHETORICAL OF MEMORY AND THE WRITING OF SOUVENIRS

 

JULIA MUSITANO/ Acta leteraria
UNR-CONICET. Rosario, Argentina 
luchinaj@hotmail.com


Resumen: A lo largo de cuatro apartados se realiza una aproximación teórica a la autoficción teniendo en cuenta el estado actual de la cuestión sobre el tema y tendiendo redes hacia otras líneas teóricas que complejizan y profundizan el análisis. La hipótesis principal que articula el texto es que a partir de las diferencias entre "la retórica de la memoria" y "la escritura de los recuerdos", la autoficción propone la potenciación del carácter ambiguo y disruptivo de la segunda en detrimento del carácter sistemático y organizativo de la primera.

Palabras clave: Autoficción, teoría literaria, siglo XXI, recuerdo/memoria.


Abstract: Through four sections, this paper would realize a theoretical approach to autofiction taking into account the actual state of the investigation about the matter and laying networks to others theoretical lines that would allow us to go further in the analysis. The main hypothesis that articulates the text is that from the differences between "the memory's rhetorical" and "the writing of souvenirs", the new genre proposes the strengthening of the ambiguous character of the second, in behalf of the systematic one of the first.

Keywords: Autofiction, literary theory, XXI century, souvenir/memory.


 

Alors que l'ego-littérature prétend fallacieusement représenter la "realité vécue" comme un spectacle, un reality show, le roman du je désigne le réel comme un «impossible». Là où l'autofiction prétend découvrir les origines, l'identité, la vérité du sujet, l'hétérobiographie ne traduit qu'un «sentiment radical de perte»1 (Gasparini, 2008, p. 231).

1. Introducción

La autoficción -género paradójico por excelencia, que vacila entre dos mundos, el de la autobiografía y el de la novela, y que no nos permite como lectores discernir entre verdad o invención- viene a registrar una paradoja contemporánea: la espectacularización de la intimidad, la imbricación de los espacios, los límites laxos entre lo público y lo privado, entre la realidad y la ficción. La autoficción no es ajena a las escrituras confesionales que fueron absorbidas por la cultura del espectáculo porque sus búsquedas estéticas son compatibles con esa telerrealidad. En una época en que lo íntimo se revela en todos lados, la novela también ha dejado de novelar (Cusset, 2007, pp. 197-211). Las relaciones entre verdad y mentira, ficción y realidad que nunca fueron sencillas de dilucidar, hoy vuelven a complicarse.

Los relatos autoficticios son relatos ambiguos porque no se someten ni a un pacto de lectura verdadero, ya que no hay una correspondencia total entre el texto y la realidad como la que postula el pacto referencial, ni ficticio, porque se mantienen en ese espacio fronterizo e inestable que desdibuja las barreras entre realidad y ficción. La autoficción constituye un subgénero híbrido o intermedio que comparte características de la autobiografía y de la novela. En ellas se alteran las claves de los géneros autobiográfico y novelesco y el pacto se concibe como el soporte de un juego literario en el que se afirman simultáneamente las posibilidades de leer un texto como ficción y como realidad autobiográfica.

Me propongo realizar, a lo largo de cuatro apartados, una aproximación teórica propia al género teniendo en cuenta el estado de la cuestión actual sobre el tema y estableciendo prioridades en relación a pensar la autoficción como una forma paradójica de escribir la propia vida. A mi modo de entender, en esta clase de textos no importa tanto si lo que se cuenta es mentira o si el contenido es realmente autobiográfico, como que la ficción de la autonovela se funde en el carácter imaginario de la irrupción de los recuerdos. Es decir, la hipótesis que articula esta aproximación es que en la autoficción, a diferencia de la autobiografía, hay una potenciación de los mecanismos del recuerdo en detrimento del carácter sistemático y organizativo de la memoria; y que es esto justamente lo que permite la entrada de la ficción en el relato de la propia vida.

Ahora bien, sabemos que la autoficción hace su primera aparición (a escondidas) en aquel cuadro de doble entrada por el que Lejeune intenta establecer la relación de identidad entre el nombre del personaje y del autor y derivar de allí la naturaleza del pacto -novelesco o autobiográfico- al que pertenece. Una de las casillas vacías, en la que el nombre del personaje coincide con el nombre del autor, pero el pacto es novelesco, no propicia ninguna definición porque el teórico no puede pensar en un ejemplo en el que el héroe de la novela tenga el mismo nombre que el autor. En ese vacío clasificatorio, el escritor francés Serge Doubrovsky concibe por primera vez la autoficción2. Llena la casilla con un neologismo de su creación en las advertencias de la novela Fils. El concepto original de Doubrovsky, que con los años fue mutando, programa una doble recepción, referencial respecto al pasado del héroe-narrador, y ficcional respecto al marco narrativo que justifica la evocación memorial.

Autobiographie? Non. (...) Fiction d' évenements et des faits strictement réels; si l'on veut autofiction, d'avoir confié le langage d'une aventure a l'aventure du langage, hors sagesse et hors syntaxe du roman traditionnel ou nouveau3 (Doubrovsky, 2001, p. 3).

Esa aventura del lenguaje se refiere a una sola cosa, al psicoanálisis. El héroe y el analista dialogan imitando una sesión de análisis. El análisis justifica la pulsión autobiográfica y la ordena. Levanta las censuras que presenta la memoria y pone en funcionamiento la anamnesis que desborda al sujeto. A partir de la estrategia psicoanalítica, se crea una lengua propia para contar una vida. El psicoanálisis sacude la noción misma de la identidad personal que funda la escritura del yo cuando pone en evidencia el carácter inasible, fragmentario e infantil del yo. El canal que separa al autor actual, narrador, del individuo pasado, narrado, parece desde allí infranqueable. El objetivo de la cura psicoanalítica, explica Philippe Gasparini en relación a la teoría de Doubrovsky, es disociar la imagen que el sujeto se hace de sí mismo por hacerle tomar conciencia de los eventos que están en el origen de su neurosis, mientras que la autobiografía, en cambio, organiza los recuerdos en tren de efectuar una psicosíntesis que le otorga sentido a la existencia (Gasparini, 2008, p. 58).

Sin embargo, como a Doubrovsky le interesa distinguir la autoficción de la autobiografía y de la novela autobiográfica, tiende a despejar el terreno de la ambigüedad propia del género (novela y autobiografía simultáneamente) e inclina la novela autobiográfica hacia la ficción, convirtiendo a la autoficción en una versión posmoderna de la autobiografía, y es así como liga el fenómeno al pacto referencial, cancelando de este modo toda inestabilidad. A partir de esta definición, surgieron varias aproximaciones a la nueva forma literaria: entre ellas, las de Gérard Genette, Vincent Colonna, Philippe Gasparini, Philippe Lejeune, Philippe Vilain, Philippe Forest, Manuel Alberca y Marie Darrieussecq.

Gérard Genette, por su lado, en Ficción y dicción, esboza un acercamiento a la autoficción a partir de una fórmula: "Yo, autor, voy a contaros una historia cuyo protagonista soy yo, pero que nunca me ha sucedido" (1993, p. 70), que señala la contradicción inherente del género (aunque se podría pensar no como contradicción sino como paradoja, ya que supone la afirmación de los dos sentidos a la vez sin exigir distinción). Sin embargo, habría que tener en cuenta que el autor francés propone dos tipos de discursos: el factual, donde hay identidad entre autor y narrador, y el de ficción donde no la hay. Entonces, su definición de autoficción contradice su tesis principal ya que en un relato de ficción, según él, la identidad nominal es indefendible. Y es esta justamente la apuesta de la autoficción: A es +/- N (disociación + identidad).

Vincent Colonna, discípulo de Genette, en Autofiction et autres mythomanies littéraires (2004) define la autoficción como la invención literaria de una existencia, la ficcionalización del yo, es decir, hacer del yo un elemento literario, un sujeto imaginario. Sin embargo, entiendo que en el proceso autoficcional se trata justamente de lo inverso: "mi" existencia se hace ficción, invento porque me expongo a lo desconocido. Mi existencia no se convierte en imaginaria, sino que se trata de una exposición ficticia sobre el carácter real de mi existencia. Se establece la identidad canónica autobiográfica entre autor, narrador y personaje, pero al mismo tiempo se rompe con ella, al presentarse como ficción, verdadero y falso simultáneamente. Nuevamente esta tentativa teórica inclina la balanza, pero hacia el modo ficcional, es decir, de forma incompatible con la definición original de Dubrovsky. Aquí, Colonna plantea la identidad nominal entre autor y héroe, pero como una proyección del primero en situaciones imaginarias. La denomina autofabulation porque la concibe como una historia irreal, indiferente a la verdadera, es decir, exige una ausencia total de referencia autobiográfica, restringiendo, de esta manera, el campo de la autoficción.

Tanto Genette como Colonna proponen una base genérica muy frágil para soportar el peso de una práctica que se basa en la tensión fundamental entre realidad y ficción. Únicamente basta la identidad onomástica, sin importar si lo que se cuenta es una historia ficticia, para que haya autofic-ción. Como bien dice Arnaud Schmitt, no preguntarse sobre lo real es no preguntarse sobre lo inherente a la autoficción (2010, p. 62).

En este orden de interrogaciones, dos textos llaman también la atención: El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (2007) de Manuel Alberca y L'autofiction en théorie (2009) de Philippe Vilain. El primero porque si bien se mantiene en esa concepción que describía más arriba, logra darle un giro a la discusión, planteando la autoficción como un pacto ambiguo o como un antipacto, sin decantarlo hacia el lado de lo referencial ni hacia el de lo novelesco; y la piensa en su propio mestizaje. El segundo porque plantea que la ficción y la realidad no pueden distinguirse sino que son dos formas de expresión de una misma experiencia: aquella de la imposibilidad de lo real. Es decir, el proceso de desdoblamiento de hacer aparecer una vida como una novela evocaría necesariamente la fábula de nuestra propia existencia.

También autores como Philippe Gasparini o Marie Darrieussecq se aproximan al estudio del nuevo género. El primero recupera el concepto de novela autobiográfica, no para distinguirla de la autoficción, sino para considerar la última como una novela autobiográfica posmoderna. Y la segunda, discípula de Genette, piensa a la autoficción como una variante subversiva de la novela en primera persona ya que se transgrede el principio de no identificación entre narrador y autor al utilizar el mismo nombre propio. Darrieussecq establece que la autoficción se diferencia de la autobiografía por la elección de la ficción.

Gasparini dedica dos libros enteros a la teorización sobre el género. En Est-il je? (2004) expone fundamentos y procedimientos narrativos que se llevan a cabo en el proceso de escritura de las autoficciones con modos es-tructuralistas. En Autofiction. Une aventure du langage (2008), realiza no sólo un recorrido exhaustivo, conciso y claro por las diferentes nociones sobre el género, sino que también expone una definición propia que él llama autonarración. Entiende que la autoficción se presenta como el signo de un progreso porque permite el ingreso de las escrituras del yo a la modernidad (295). La obra de Gasparini tiene el mérito de sintetizar los trabajos sobre el tema, con objetividad, claridad que otorga al género los cimientos teóricos que necesita, sin embargo parece presentar más inconvenientes que ventajas al presentar una sucesión de posiciones teóricas que muestran, por las contradicciones que se plantean entre ellas, un estancamiento teórico más que avances. Y además, la definición de autonarración que propone reclama aún más para ser contundente. El auto sin ficción viene a ser un vehículo literario no funcional, perfecto para un museo. La ficción de la autoficción se aparece más como una simple traducción de lo real o de recreación del referencial (Vilain, 2009, p. 18).

Algunas de estas líneas teóricas se basan en concepciones de inclinación estructuralista que han logrado estancar las posibilidades teóricas que permite el nuevo género. Los teóricos que siguen esta tendencia sobre el tema tienden a estabilizar categorías literarias que son por naturaleza inestables, a suprimir la indiscernibilidad propia de la autoficción e intentan apresar rígidas técnicas narrativas en manuales sobre cómo escribir la propia vida (qué tiempos verbales utilizar, cómo elegir el paratexto, el peritexto y el epitexto, cómo jugar con los dos registros, el autobiográfico y el novelesco, además de definir y someter al género a interminables categorías, clasificaciones y gradaciones). Elijo no inscribir la hipótesis de trabajo en esta tradición y pensar al género en su propia inestabilidad como una perspectiva más de las escrituras del yo, como una de las tantas posibilidades que se ponen en funcionamiento cuando alguien quiere contar su propio pasado, cuando un yo se escribe.

No preocuparse tanto sobre cómo la autobiografía y la novela se fusionan en un mismo relato, o cómo separamos la ficción de la realidad para poder discernir frente a qué género estamos parados, implica, entonces, revisar los modos en que ciertos mecanismos -recuerdo, memoria, verdad y mentira- se entrecruzan en algunos relatos que decidimos llamar autoficticios, y evaluar si son muy divergentes de aquellos que aparecen en la autobiografía o en la novela. Es decir, habría que preguntarse si la auto-ficción, que no ha logrado, desde su concepción hasta hoy, una definición exacta, válida y contundente que la coloque como un género literario como la autobiografía o la novela, conserva su pertinencia teórica. ¿Viene a renovar el género autobiográfico, o se constituye por sí misma como un género literario al margen de sus dos progenitores?

2. "Un contrato de la feinte"

Afirmar que la autoficción es una mezcla de ficción y realidad nos sirve de muy poco porque distinguir en el discurso realidad y ficción supone estancarse teóricamente en discusiones que no aportaron resultados productivos. Esta oposición se supera en el engendramiento del texto mismo y da como resultado un objeto que modifica lo real y lo imaginario. En este caso, las autoficciones son relatos ambiguos y como tales no se les puede exigir que se sometan a la distinción entre una dimensión y otra. El trabajo que la autoficción realiza con los acontecimientos pasados y verdaderos neutraliza la fuerza de la oposición. Esto -digámoslo una vez más- no se reduce a la mezcla de realidad y ficción: se trata de la afirmación simultánea de ambas dimensiones y la incapacidad explícita de discernirlas.

Aquí surge un problema para la teoría de escrituras autobiográficas: la cuestión del referente. Es decir, ¿hasta qué punto hay una referencia clara fuera del texto? ¿O en qué momento ese referente se pierde y se convierte en una ilusión? ¿Cuándo sabemos si el autor nos dice la verdad? ¿Es posible comprobarlo dentro de la misma escritura o hay que buscarlo por fuera del texto? ¿Existe un contrato de lectura con el lector o está en este último depositada la fidelidad a la verdad? La autoficción nace en la paradoja de la identidad onomástica -el pacto autobiográfico se cumple- y de la atestación de ficción -el novelesco también. Si la autoficción viene a subvertir los códigos de sus dos grandes progenitores, deberían renovarse viejas premisas que ya no sirven para pensar en una forma literaria creada a partir de sus propias contradicciones. Y cuando digo viejas premisas estoy pensando específicamente en la noción de pacto de Lejeune (1975). Recordemos que para Lejeune, el tema de la verdad es indiscutible. El que se escribe, dice la verdad y nada más que la verdad; y eso está en los fundamentos de su teoría sobre el pacto. Esa identidad autobiográfica que planteaba el teórico francés ya no nos sirve si pensamos la vida siempre en potencial de devenir, y no como algo estancado, homogéneo, o como una unidad real y bien definida; muy lejos de ese sujeto cartesiano entendido como presencia ante sí, unidad y fundamento de verdad. La deconstrucción de la noción clásica del sujeto, a pesar de sus formas varias, tiene como horizonte la apertura para una comprensión de una subjetividad siempre en devenir, de procesos de subjetivación que no atienden a ninguna finalidad preconcebida porque ellas sólo se procesan en el acontecer continuo y aleatorio de la propia vida. Así como se formula una deconstrucción de la noción de sujeto tradicional, esto afecta asimismo la noción de sujeto autobiográfico (Duque-Estrada, 2009, p. 39).

Alberca, por ejemplo, plantea que la autoficción viene a poner a prueba la teoría de Lejeune porque el autor de autoficciones se protege bajo un pacto narrativo a la carta, un menú elaborado a su gusto, que resulta ser en muchos sentidos un antipacto autobiográfico (2007: 166). Y agrega que según cómo el lector lo resuelva, se decantará hacia uno u otro estatuto. Si bien acordamos en la ambigüedad del pacto, que se concibe en los textos autoficticios, y en la noción de antipacto, que es pertinente para definir una nueva forma creada justamente en la contradicción de la casilla vacía (referida a la naturaleza del pacto), es necesario entonces -para poder progresar en el pensamiento teórico sobre la autoficción- observarla desde una perspectiva crítica del texto de Lejeune.

No debemos perder de vista que esa identidad planteada por Lejeune está pensada únicamente por fuera del texto, como un contrato de lectura, en el orden de la referencialidad pura: la firma. La firma se constituye en la imagen misma de lo real, explica Catelli, y es por eso que no se juega con la verosimilitud o con un efecto de lo real (2007, p. 293). Y Nicolás Rosa agrega que lo que sucede con la concepción de Lejeune es que se confunde la búsqueda desesperada de la certificación de la verdad con la verdad misma. La incertidumbre genérica propia de la autobiografía nos hace creer, explica Rosa, que la ficción se ausenta del discurso, y que todo lo que el yo cuenta es verdad porque contamos con la verificación del carácter real de su existencia gracias a la firma que lo constata (2004, p. 32). El proceso de densificación que sufre el yo en las escrituras autobiográficas logra que se simule una continuidad en algo que de por sí es discontinuo (la memoria y el recuerdo) y, por ende, tiende a la flexibilidad, a la ficcionalización. Aquí, habría que hacer una digresión para aclarar que de ningún modo esto supone que el carácter ficcional de un texto dependa exclusivamente de su autor, y que, para citar a Barthes, el sujeto ya no es pensado como pretensión ideológica de unidad, sino como apertura radical a la lectura. Marcelo Topuzian, en Muerte y resurrección del autor, plantea que el acontecimiento de la lectura debe concebirse como descentramiento radical del sistema justamente porque es esto lo que da lugar a la mezcla de códigos a los que apunta, según Barthes, cualquier intento de liberación del lenguaje. Y el sujeto, aclara Topuzian, opera en esa mezcla (2014, p. 125).

Por esto, Rosa propone un contrato aleatorio en lugar de la noción de pacto o contrato consensual.

Este contrato aleatorio regido por las leyes del cálculo conjetural del sujeto en relación al otro, establecería reglas no consensuales que sólo se articularían de acuerdo con las estrategias de cada sujeto [...]. Un contrato de este tipo presupone la existencia de un imaginario social y de un régimen de intercambio de valores simbólicos, pero no implica un contrato de veridicción y un contrato fiduciario como lo propone Greimas sobre el contenido enunciativo y el estatuto veridictivo del enunciado. Sería un contrato de la feinte, donde el juego imaginario de la simulación del sujeto estaría sostenido sobre las leyes simbólicas del simulacro. [...] Se finge romper para unir (en la identificación) o se finge establecer para romper (en la resistencia) (Rosa, 2004, p. 36).

La autorreferencialidad de la persona real que se presenta como instancia de la verdad se dilata apenas comienza el proceso reflexivo en que se escribe sobre sí mismo. En un capítulo de Lo que queda de Auschwitz, Agamben distingue testigo de testimonio. El testigo testimonia a favor de la justicia -no sabemos bien si es a favor de la verdad-, en cambio el testimonio "vale en lo esencial por lo que falta en él" (2000, p. 18). La persona que firma y establece con el lector un contrato o un pacto de lectura, lo hace en el sentido jurídico del término, responsabilizándose por lo que dice, pero mucho más allá de eso, y mucho más acá del lenguaje, esa persona se escribe, y por el hecho de escribirse, ya no puede hacerse cargo de la verdad que propone contar y se pierde en el pasaje de los recuerdos a la escritura. El testimonio, dice Agamben siguiendo a Lyotard, implica la imposibilidad de testimoniar. Del mismo modo, escribir la propia vida implica también su propia imposibilidad.

La escritura no puede representar el pasado de manera viva porque es imposible narrar la historia de una primera persona que sólo existe en el presente de la enunciación. Por ende, confundimos la escritura autoficticia con estrategias de figuración, por un lado, o con contratos jurídicos, por otro. El pasado lo podemos contar, escribir, pero no podemos reescribirlo. El simple relato del pasado es únicamente posible en el marco de la restitución de un objeto muerto porque la resurrección auténtica, viva de un pasado, es imposible. Reescribir significa reconstituir los eventos pasados conformes a la verdad, recuperar el pasado (De Toro, 1999).

Topuzian, por su parte, en el intento de mostrar las condiciones contemporáneas del retorno del autor, entiende que lejos de desaparecer, el autor nos demuestra, hoy, que no se corresponde con la personalidad del que escribe (que los medios de comunicación y el mercado editorial se encargan de consagrar); que tampoco es un rasgo más de la serie de los enunciados; ni el foco de origen del sentido; y menos esa figura de autor construible en un marco institucional. La autoría literaria es más bien un efecto del juego de los textos, se realiza en los textos, pero apunta a un más allá de ellos. Si, para Topuzian, se puede hablar de algún retorno del autor (de su resurrección) no está en los rasgos identitarios del que escribe sino que es en su relación con la verdad (2014, p. 367). La verdad de los textos literarios, entonces, no es del orden del sentido, no puede constituirse como saber, no es un efecto de una construcción verbal; muy por el contrario: es un acontecimiento. La manifestación de una verdad literaria es el resultado de un procedimiento (no construible en términos de estilo) que pone en tensión los materiales verbales hasta empujarlos hacia lo no comunicable, lo asignificante (la fuerza deceptiva, diría Barthes).

Si hay algo propio en el autor, es precisamente aquello que lo hace impersonal, o sea, que declare una verdad literaria, que lo es en el sentido de que está dirigida a cualquiera y podría venir de cualquiera radicalmente (Topuzian, 2014, p. 367).

Dice Vilain que la realidad es en sí una ficción y la ficción que refleja una realidad redobla la ficción. La autoficción suscribe un proyecto: la novela en la que un escritor finge transformar la verdad vivida haciendo aparecer la naturaleza ficticia, lejos de hacer del libro el lugar donde se construye una identidad, pone a prueba una inquietud perdida, un vértigo donde se cumple y se disuelve a la vez. El juego que se juega es el de un sacrificio, de una puesta en muerte, al estilo demaniano4. Esa identidad que propone la escritura, que sólo se pone en juego en el proceso de escribir una vida, y que no es anterior a ella, surge no tanto sobre la retrospección -la mirada hacia atrás de una vida-, sino sobre la prospección que acompaña la acción inventiva de la escritura.

Así, escribir sobre uno mismo sería ese esfuerzo, siempre renovado y siempre fallido, de dar voz a aquello que no habla, de dar vida a lo muerto, dotándolo de una máscara textual (Molloy, 1966, p. 11). La figura de la prosopopeya como la imposición de una máscara a lo informe es también una decisión en el tiempo, y por ende, siempre va a estar presionada por los intereses de un pasado. Un pasado que aún no concluyó. Y justamente porque ese pasado aún no pasó y ocurrirá en la temporalidad paradójica del advenimiento del recuerdo, quien escribe su propia vida debe inventarle una máscara a algo que no existe. El sujeto autoficcional tiene que inventarse rostros y poner en juego la indeterminación porque el pasado nunca pasó -seguiré profundizando en este punto en el siguiente apartado.

El trabajo con la verdad en las escrituras del yo, entonces, no está vinculado con la certificación de lo que se dice, sino con la afirmación simultánea de pasado y futuro -el advenimiento del pasado y el impacto del recuerdo. Como dice Alberto Giordano, "lo verdadero no se demuestra ni se revela, se fabrica a partir de un trabajo de selección y de desprendimiento que diferencia lo conveniente de lo que inmoviliza" (Giordano, 2011, p. 20). El carácter construible de una imagen de autor hace que no se la pueda asimilar directamente con la verdad que el autor declara. La figura del escritor es más bien un excedente de esa verdad.

3. El devenir, ruina del recuerdo

Todas las escrituras del yo están inmersas en un fondo de indiscernibilidad entre realidad y ficción. La autobiografía rechaza esta indecisión, se construye reactivamente para situarse del lado de la conciencia, de la memoria como síntesis y pulsión sistematizadora. La autoficción, en cambio, la afirma y permite que se evidencie en la escritura la temporalidad del recuerdo porque (profundizaremos esto a lo largo del apartado) el modo en el que el recuerdo ocurre neutraliza en acto la oposición.

Trabajaremos en este apartado con dos fuerzas en tensión que Alberto Giordano en Una posibilidad de vida (2006) identifica como la retórica de la memoria la escritura de los recuerdos. Estas dos fuerzas son heterogéneas y simultáneas en el relato de la propia vida, y nos van a servir para explicar no sólo la singularidad de las experiencias autoficcionales sino también el modo en el que el recuerdo avanza en la escritura. La primera es la que se encarga de transformar la vida en relato, de ordenar, de dar sentido a una historia. La memoria permite que el relato de una vida se transforme en un encadenamiento verosímil de momentos verdaderos, presenta la temporalidad como sucesión de presentes. Implica una pulsión sistematizadora, una urgencia constructiva que se conecta con los procesos de autofiguración. Las escrituras de los recuerdos, en cambio, operan detalladamente. Los recuerdos están en plural porque se tienen recuerdos que se precipitan en el umbral de la memoria. Irrumpen como desprendidos de la voluntad de persuasión, se inscriben cuando la escritura deja de responder a las demandas del otro. Y ellos sí están representados como imágenes de una vida pasada. La insistencia por el recuerdo se le impone ineludiblemente a la voluntad sistematizadora del autobiógrafo.

En las escrituras del yo se nos presenta una persona no tal como fue, sino como cree estar siendo en el pasado, desde el punto de vista de lo que imagina llegará a ser, o mejor, habrá sido cuando termine de escribir, cuando intervenga el lector. No todo lo que recordamos sucedió tal como lo recordamos. La percepción de los tiempos y la relación con el propio pasado es peculiar en el acto autobiográfico. Cuando alguien quiere escribir la propia vida y contar sus vivencias pasadas, surge inevitablemente la temporalidad del recuerdo. Ese carácter imaginario del recuerdo es el que com-plejiza la determinación de las exigencias referenciales que supuestamente atañen a una escritura autobiográfica. Habría que descubrir cuál es el papel organizador de la memoria en esa dinámica y qué otra cosa hacen los modos disruptivos del recuerdo. Esta concepción del carácter ficcional de las escrituras del yo -¿hasta dónde es referencial y hasta dónde es ficcional?, ¿cuándo un autor miente y cuándo dice la verdad sobre sí mismo?- parece, al menos, reduccionista, y deja que se pierda de vista algo que tantos teóricos consideran lo esencial de la literatura, que es su carácter incierto o enigmático. Es decir, la hipótesis principal es que lo que domina en la autobiografía son las referencias de la memoria, de síntesis; en oposición a la autoficción que ofrece un debilitamiento de la fuerza organizadora y totalizadora de la memoria y una potenciación del recuerdo.

El tiempo íntimo acomoda temporalidades inconmensurables, presentes distintos e incompatibles que remiten a unidades de medidas diferentes. El autobiógrafo no se recuerda como fue, sino como está siendo lo que fue, según lo que quizás será. La temporalidad retroactiva enigmatiza la relación entre "aquello que deseamos ser (ahora), aquello que desearíamos ser (en el futuro) y aquello que deseamos haber sido (en el pasado)" (Rosa, 2004, p. 55). Hay en el recuerdo un poder alucinatorio del deseo que cuestiona una realidad. Los hechos son recordados tal como nunca ocurrieron y allí es donde aparece lo incierto, lo impersonal (Rosa, 2004: 55). La memoria tiende a olvidar que el pasado coexiste con el presente y el recuerdo pone en evidencia que el pasado está pasando y está por pasar en el futuro. Por esto, escribir la propia vida no implica únicamente la recuperación de un pasado, la evocación de un mundo ido para siempre, sino la tarea y el drama de un ser que en un cierto momento de su historia se esfuerza en parecerse a su parecido, explica George Gusdorf en "Condiciones y límites de la autobiografía" (1991).

Allí, en el acto de recordar el pasado en el presente, el autobiógrafo imagina la existencia de otra persona que seguramente no es el mismo que en el mundo pasado. Y ese otro que fue (o mejor que no fue), simultáneamente, bajo ninguna circunstancia, ni por más que lo deseemos, existe en el presente. La autobiografía, entonces, evoca al pasado. Sí, pero para el presente y en el presente; y el pasado asumido en el presente es también un signo y una profecía del futuro. Los procesos autobiográficos están más orientados hacia el futuro que a la reconstrucción de un pasado. El futuro es el que induce la serie de evocación de los recuerdos. Y, como dice Ricoeur, Heidegger coloca la futuridad bajo el signo del ser-para-la-muerte. El adelantarse, el aproximarse a la muerte implica un recordar diferente; y simultáneamente el recuerdo -signado por ese adelantarse a la muerte futura- se configura no únicamente desde el pasado, sino desde el futuro.

El deseo de rememoración se conecta con la temporalidad del futuro anterior porque en el orden de la experiencia ningún presente está presente ante sí mismo en ningún momento5. Entendemos que la escritura de los recuerdos se rige por esta lógica de no correspondencia entre presente y presencia. Cuando recordamos, no recordamos los hechos tal como ocurrieron, sino justamente como no sucedieron, recordamos aquello que, en realidad, no nos ocurrió. En el recuerdo, el pasado no es únicamente pretérito, es lo que fuimos, lo que quisiéramos haber sido, lo que somos, y lo que querríamos ser. Se afirman allí simultáneamente pasado y futuro porque los recuerdos soportan la presencia actual de lo percibido anteriormente6.

Ahora bien, ¿cómo emergen entonces los recuerdos en nuestra memoria?, ¿qué relación hay entre el recuerdo de un acontecimiento y la imagen que nos hacemos de ellos en nuestra mente? Habría que observar de qué modo el trabajo del recuerdo en la escritura deviene imagen y, cuando eso sucede, la presentación de lo pasado se corrompe por la disrupción. El devenir-imagen del recuerdo, dice Ricoeur, afecta "la fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria" (2000, p. 22). Ricoeur está repensando la teoría de Bergson para dar cuenta de las diferencias entre la evocación del recuerdo y la búsqueda de la memoria, que lo llevarán más adelante a pergeñar el devenir-imagen del recuerdo y el vínculo de éste con la ficción. Cita de Bergson:

A la memoria que se repite se opone la memoria que imagina: "para evocar el pasado en forma de imágenes, hay que poder abstraerse de la acción presente, hay que saber otorgar valor a lo inútil, hay que querer soñar. Quizás, sólo el hombre es capaz de un esfuerzo de ese tipo" (2000, p. 45).

La memoria y la imaginación tienen algo en común: la presencia de lo ausente; aunque en una se suspenda la posición de realidad y, en la otra, se mantenga la posición de la realidad anterior (67). La memoria forma parte de mi presente; es vivida, y no representada. No tenemos nada mejor que la memoria "para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásemos el recuerdo de ello" (23), dice Ricoeur. Como hábito, como pulsión sistematizadora, por lo tanto, se resiste a la invención. En cambio,la escritura de recuerdos proviene de la evocación en cuya búsqueda siempre hay afección -y no un razonamiento que da presencia o construye una historia-, soporta la carga del enigma de presencia actual de lo ausente percibido. "El recuerdo adviene como presencia de lo ausente" (47). Cuando los recuerdos se precipitan en el umbral de la memoria, reconocemos en ellos una dualidad: la impresión primera de vivir un acontecimiento, y la imagen que se forma en el recuerdo de aquella impresión. La pregunta de Ricoeur que deja de algún modo sin contestar es justamente cuál es la relación entre ambas, ¿es de copia, de semejanza? Y más tarde se vuelve a preguntar: "¿es el recuerdo una especie de imagen?" (66).

Ricoeur induce la secuencia percepción-recuerdo-ficción una vez que señaló las diferencias entre lo recordado, lo ficticio y lo pintado. En pocas palabras, lo pintado anticipa lo ficticio por su carácter indirecto, se trata de la presentación indirecta de la cosa física. En cambio lo ficticio está fuera de representación, y lo recordado se asocia a la percepción porque presenta las cosas del pasado y en eso conlleva una "dimensión posicional". Ahora bien, ¿qué entendemos por ficción? Me remito aquí a la concepción blan-chotiana de la noción, que se conecta con la experiencia de la presentifica-ción de lo ausente. Blanchot (1991 [1949]) entiende que el sentido de las palabras sufre una falta primordial porque demanda una verificación, un objeto preciso que verifique su contenido. En el lenguaje cotidiano, la cosa se ausenta por una negación, las palabras materializan lo que significan. Algo muy diferente sucede en el lenguaje de ficción porque se detiene en la negación, en el distanciamiento mismo por el cual la cosa vuelve a ser presente (re-presentado), explica Cueto en un ensayo sobre Blanchot. El lenguaje de la ficción no construye un mundo ficticio en el que nos abstraeríamos del mundo real, sino que nos devuelve a la profunda irrealidad de la que sin cesar nos separamos (Cueto, 1991, pp. 1-3).

Ricoeur dice que el recuerdo pertenece al mundo de la experiencia, en relación a los mundos de la fantasía de la irrealidad; y que entre recuerdo y ficción se salva un umbral de no-actualidad. Con el recuerdo lo ausente lleva la marca temporal de lo anterior. Y volviendo a la diferenciación que hacía Ricoeur entre memoria e imaginación, Blanchot aclara que el carácter simbólico de la imaginación no se limita a hacer presente lo que está ausente. Persigue a través de la cosa ausente, la ausencia que la constituye, lo irreal o la ficción. He aquí la definición del recuerdo que buscaba a lo largo de estas páginas: el recuerdo como ruina7. El recuerdo posee un carácter imaginario cuando pretende presentificar lo pasado, lo ya ausente. Pensar el recuerdo como ruina implica vislumbrar aquello que ya no está, y en esa mirada reparar en la ausencia que lo constituye. Es decir, recordar no sólo significa presentar al pasado como algo que ya no puede volver, sino hacer acto de esa ausencia. Ese sería, a nuestro modo de ver, el devenir-imagen -devenir-ruina- del recuerdo. El devenir imagen implica la toma de consistencia y apariencia de un objeto que se ha desprendido de lo imaginario.

Este carácter ambiguo-imaginario del recuerdo que en las escrituras del yo se presenta como ruinas de un pasado es el que de a poco socava la urgencia constructiva de la retórica de la memoria. He aquí lo esencial de la escritura autoficticia, que se diferencia de la autobiográfica. Para leer una escritura autobiográfica como autoficción -profundizando en la ambigüedad del gesto- habría que reparar en la potencia del recuerdo desbarrancando8 porque la autoficción trabaja con esa fuerza disruptiva y posibilita las condiciones como para que eso se potencie. Para mayor claridad, daré dos ejemplos extraídos de dos autoficciones de Fernando Vallejo, Los días azules (2005a) y Los caminos a Roma (2005b) respectivamente. En la primera, se relata una reacción peculiar de la madre del narrador, Liíta, cuando los padres compran con los abuelos maternos la finca de Santa Anita en un pueblo cerca de Medellín. El personaje de Liíta representa el caos, el desorden de la casa: desalmada y castradora, no quiere contratar personal doméstico y utiliza a sus hijos como "sirvientes"; caprichosa, deja de cocinar para darle a sus innumerables hijos salchichas a toda hora del día. Liíta, de carácter obstinado -el "gen Rendón", lo llama Vallejo- comienza a ver de noche en Santa Anita un espectro. El espectro era un viejito con su alma en pena que "del Purgatorio no podía salir hasta que un alma caritativa no se sacara el entierro" (56). Así comienza un emprendimiento familiar para encontrar el cadáver que Liíta veía en sueños. Tumban el zapote, echan tierra a varios árboles, destruyen techos, rompen pisos, y la obsesión de la madre, que no cesa, culmina con la destrucción total de la finca: "El tono era de amargo reproche: lo tomaron por aprobación. De cuarto en cuarto terminaron durmiendo todos en promiscuidad de tugurio, en el de los abuelos: el último en caer. Así terminó la finca de Santa Anita: por una ambición" (58). Lo mismo sucede cuando a Liíta se le ocurre construir una piscina en el patio de la casa de Medellín, pero al tiempo, luego de una caída del hermano Silvio, por obra del remordimiento decide clausurarla. Más tarde, decide sacarle la tierra y llenarla de agua nuevamente, porque es mejor que los niños aprendan a nadar, para después volver a taparla porque no vaya a ser que de un calambre ella se ahogue. Y "Así el ciclo se empezó a repetir ab aeterno: era una piscina mágica que se vaciaba de agua para llenarse de tierra y viceversa, al ritmo de una obsesión" (79).

Estos episodios extravagantes interrumpen los recuerdos de infancia, descolocan la continuidad del relato cronológico y provocan cierta incerti-dumbre en el lector. La escritura impone la transformación, la manipulación de lo vivido. En la exageración de llevar lo ocurrido hasta el extremo de lo inimaginable, ironizando al mismo tiempo, por supuesto, con la personalidad de la madre, el narrador logra que el recuerdo devenga ficción. Vallejo se excede y en el exceso provoca la ambigüedad: no sabemos si aquello que nos cuenta sucedió, si algo de aquello sucedió, si es pura invención o si juega a confundirnos. Poco importa qué de lo que cuenta el sujeto autofic-cional es real. No importa si la locura de la madre destruyó una casa, o si realmente comieron durante un año sólo salchichas. Y menos interesa sin afán de entrar en polémica con Jacques Joset, si estas muertes o asesinatos son manifestaciones de deseos irreprimibles o pulsiones sofocadas del autor (Joset, 2010, pp. 101-125). Porque pretender develar lo que tiene de verdad la autoficción es no sólo no haber comprendido el estatuto ambiguo del género, sino tampoco tolerar la incertidumbre, que siempre es un valor estimable tratándose de este tipo de literatura. La autoficción es irreductiblemente ambigua; no es posible, por más tentación que genere -sobre todo a Joset, que reclama una biografía del autor colombiano que devele los incidentes de la vida real del escritor-, no es posible, insistimos, inclinar la balanza hacia uno u otro pacto porque es precisamente allí donde se afirma la suspensión de la posibilidad de decidir y donde reside su mayor potencia literaria.

Aunque no hay que perder de vista las relaciones de fuerza entre la retórica de la memoria y la escritura de los recuerdos, sí hay que señalar los modos en que la construcción de una historia como horizonte que plantea la pulsión de la memoria se debilita en relación con la potenciación del derrumbe que provoca el recuerdo en el género autoficticio. Por esto, en las autoficciones el autor suele jugar con una historia contada de diversas formas, inventarse rostros, nuevas personalidades, o suele contradecirse hasta el punto de perder credibilidad por parte del lector.

4. Conclusiones

Sería interesante concluir el texto reflexionando sobre el análisis que realiza Philippe Forest (2001), en Le roman, le je, porque coloca la autoficción -él la llama específicamente "hétérobiographie"- en el terreno de lo real, de la experiencia y de lo imposible, algo que intentamos hacer a lo largo de estas páginas. Es decir, la autoficción, para Forest, designa lo real como un imposible y, por ende, no traduce otra cosa que un "sentimiento radical de pérdida". Un sentimiento radical de pérdida que, en el sentido de nuestra aproximación, se relaciona con los mecanismos del recuerdo en el trabajo de la escritura.

El desbarrancadero del recuerdo (la potencia disruptiva con la que el recuerdo emerge en el relato de la propia vida) siempre está en tensión con ciertos procesos de autofiguración que propone el autor y que están íntimamente relacionados con la construcción de una imagen de autor en y por fuera de los textos. Es decir, ese derrumbe de la sistematización de la historia que construye la memoria del que venimos hablando es llevado a cabo no sólo por el carácter ambiguo e imaginario inherente al proceso de recordar sino también y simultáneamente por el carácter propositivo de una construcción de una imagen de autor determinada. Ni engaño ni mentira, ni verdad ni falsedad, la autoficción se basa en la posibilidad de presentificar lo perdido desde lo imaginario del recuerdo. En este sentido, se podría afirmar que lo esencial de la literatura autoficticia tiene que ver con las formas estéticas en que resuelve la tensión entre la memoria, que se preserva de la ambigüedad, y el recuerdo, que se precipita, insistente, al borde del desbarrancadero.

Notas

1 En tanto que la literatura del yo pretende falazmente representar la "realidad vivida" como un espectáculo, un reality show, la novela del yo designa lo real como un "imposible". Allí donde la autoficción pretende descubrir los orígenes, la identidad, la verdad del sujeto, la heterobiografía no traduce sino un "sentimiento radical de pérdida". (La traducción es mía).

2 Aunque hay discusiones sobre si en realidad fue Jerze Kosinsky el primero en usar el término en 1966 para definir su novela L'Oiiseau Bariolé, Doubrovsky fue el primero en usarlo con el sentido que hoy le damos.

3 ¿Autobiografía? No [...] Ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere autoficción, de haber otorgado al lenguaje de una aventura la aventura del lenguaje, por fuera de la seriedad y la sintaxis de la novela tradicional o nueva. (La traducción es mía).

4 En este sentido, retomo la figura de la prosopopeya con la que trabaja Paul de Man. Enfoca el problema en la cuestión del referente, es decir, si es la figura la que depende de él o viceversa, o bien si se trata de la ilusión de la referencia. En el texto "La autobiografía como desfiguración", De Man viene a cuestionar la índole misma del género a partir de proponer que no existe un yo previo a la escritura, sino que el yo resulta del relato de la propia vida. Y además, alega que la autobiografía no es un género literario sino una figura de lectura: la prosopopeya. Un movimiento por el cual lo informe sufre una desfiguración, explica Catelli. Es decir, a lo informe se le colocará una máscara cuya identidad se ignora. La prosopopeya es la figura por la cual se le confiere el poder de la palabra a una entidad muerta o sin voz, pero no supone identidad entre la ausencia de rostro y lo que funciona como máscara.

5 Aquello que pasó, nunca pasó realmente, o mejor, nunca nos percatamos que eso pasaba, y por ende, pasó como posibilidades indeterminadas. El pasado siempre está pasando. Cuando llega a pasar, nos sorprende su aparición porque en realidad nunca nos había pasado: nunca lo vivimos en el presente y lo olvidamos mientras ocurría. Cuando decimos que el pasado pasó como posibilidades indeterminadas queremos decir que el futuro anterior de la temporalidad del recuerdo conjuga un futuro y un pasado por venir.

6 Las nociones de la nachtrãglich freudiana y el après coup lacaniano nos sirven para remitir al efecto del retardo. El recuerdo del pretérito irrumpe en el futuro de un modo que nunca esperamos porque nos sorprendemos, con esa aparición, de aquello que ya habíamos olvidado en el pasado. Las ruinas de un pasado insisten como fantasmagorías en el futuro. La autoficción viene a demostrar que aquello que sucedió en el pasado, no quedó en el pretérito, sino que sigue sucediendo de múltiples maneras en el futuro. Cuando digo que el narrador autoficticio cuenta su vida en clave ficticia, digo precisamente esto, que recuerda todo aquello que le pasó en el pretérito como nunca le ha pasado, y lo cuenta desde el futuro con la sorpresa con la que el recuerdo se sucede.

7 Es preciso que al hablar de las ruinas que constituyen nuestro pasado, ya sea intactas en la memoria o despedazadas en múltiples recuerdos imprecisos, remitamos directamente a El tiempo en ruinas de Marc Augé (2003). Si bien el autor realiza un recorrido etnológico sobre algunos de los monumentos o sitios arqueológicos más importantes del mundo, es posible utilizar algunas de sus ideas para pensar en el funcionamiento de la memoria y del recuerdo en el acto de contar la vida. Porque, según Augé, entre la experiencia vivida en el trabajo de campo de un etnólogo y la escritura de ese trabajo se instaura una distancia, "la distancia de uno mismo respecto de uno mismo" (12). Por ende, podemos trazar un paralelo significativo entre la exigencia del método de un antropólogo -la capacidad para relatar una historia a partir de un inventario de objetos perdidos- y la facultad de la memoria en tanto que ambos se construyen a partir de ruinas. La ruina tiene la apariencia formal del recuerdo porque ofrece un espectáculo del tiempo y posee su misma arbitrariedad. Los recuerdos provienen del olvido, aparecen sin avisar para hacernos reconocer que ese del pasado que se recuerda no es el que recuerda, justamente porque lo habíamos olvidado; y de repente es posible comprender la duración que transcurre en uno mismo. El olvido, fundamento de la memoria, crea espontáneamente imágenes insistentes y arbitrarias. Las ruinas como los recuerdos ofrecen un pasado que ha sido perdido de vista, que quedó olvidado pero que aún es capaz de decir algo. El recuerdo y la ruina advienen como presencia de lo ausente. "Un pasado al que el observador sobrevive" (88).

8 Esta es una expresión acuñada en la tesis doctoral "Autoficción y melancolía en la narrativa de Fernando Vallejo" a partir del título de una de las autoficciones de Fernando Vallejo para dar cuenta de que la inestabilidad -la indiscernibilidad entre realidad y ficción, y la oscilación del personaje entre ser y no ser- se asienta sobre el desbarrancadero de los recuerdos. Es necesario aclarar que el desbarrancadero del recuerdo siempre está en tensión con ciertos procesos de autofiguración que propone el autor y que están íntimamente relacionados con la construcción de una imagen de autor en y por fuera de los textos. Es decir, ese derrumbe de la sistematización de la historia que construye la memoria es llevado a cabo no sólo por el carácter ambiguo e imaginario inherente al proceso de recordar, sino también, y simultáneamente, por el carácter propositivo de la construcción de una imagen de autor determinada.

 

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Recibido: 04.11.2015. Aceptado: 15.02.2016.